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domingo, 31 de agosto de 2014

31 de agosto: San Aristide Marciano

San Aristide Marciano, Apologista

Martirologio Romano: En Atenas, san Aristídes, filósofo, notabilísimo por su fe y por su ciencia, que dedicó algunos de sus libros sobre la religión cristiana al emperador Adriano (c. 150).

Fecha de canonización: Información no disponible, la antigüedad de los documentos y de las técnicas usadas para archivarlos, la acción del clima, y en muchas ocasiones del mismo ser humano, han impedido que tengamos esta concreta información el día de hoy. Si sabemos que fue canonizado antes de la creación de la Congregación para la causa de los Santos, y que su culto fue aprobado por el Obispo de Roma, el Papa. Este joven debió vivir allá por la primera mitad del siglo II.

La lectura meditada de la Biblia fue el camino derecho para que encontrase su conversión a Dios y dejase atrás todos los restos de paganismo que había a su derredor.

Siendo cristiano, se dedicó con ahínco al estudio de la filosofía; un estudio que lleva a la admiración de todo cuanto ha creado Dios.

Las persecuciones contra los cristianos fueron el motivo que le impulsó a escribir uno de los tratados apologéticos más célebres en la historia de la Iglesia. Tannta era su fama que incluso tuvo que presentar sus escritos al emperador Adriano. Para llegar a Roma tuvo que atravesar muchos países. Se detuvo en Atenas, en donde tuvo ocasión para escribir y atacar el fundamentalismo religioso de los paganos. El emperador, al leer sus argumentaciones y defensas de los cristianos, se conmovió y ya no dejaría que los creyentes en Cristo fueran perseguidos ni en Occidente ni en Oriente.

Comenzaron por sentir admiración por su Apología el propio san Jerónimo y Eusebio de Cesarea.

Los monasterios se daban tortas por tener en su biblioteca esta obra monumental de aquel tiempo.

Se han llevado a cabo muchas investigaciones y se han encontrado su obra esparcida por aquí y por allá. "La Apología" son 17 capítulos en los que expone las cuatro religiones: la bárbara, la griega, la judía y la cristiana.

¡Felicidades a quien lleve este nombre!

(fuente: es.catholic.net)

sábado, 30 de agosto de 2014

30 de agosto: Beato Eustaquio van Lieshout

(1890-1943)

Nació en Aarle-Rixtel (Países Bajos), en la diócesis de Hertogenbosch, el 3 de noviembre de 1890. Fue bautizado el mismo día, con el nombre de Humberto.

Era el octavo de once hermanos de una familia muy católica, en la que cada día se rezaba el Ángelus y el rosario. Se asistía a la celebración de la Eucaristía no sólo los domingos sino también muchas veces entre semana. En casa había un ambiente de serenidad y trabajo, así como de mucha solidaridad entre los hermanos. De niño, Humberto, asistió a la escuela de las Hermanas de la Caridad de Schijndel y después a la del maestro católico Harmelinck.

De carácter jovial y sociable, era muy apreciado tanto en casa como fuera. Pronto sintió la llamada al sacerdocio, por lo cual quiso hacer estudios secundarios, contra el parecer de su maestro, que no lo consideraba dotado para ello. Su padre lo quería para las labores del campo. Humberto logró, finalmente, que su padre le permitiera estudiar. Fue a Gemert para asistir a la escuela secundaria y allí permaneció dos años. Habiendo leído la biografía del padre Damián de Veuster, decidió entrar en la congregación de los Sagrados Corazones. Ingresó en 1905 en la escuela apostólica que esa congregación tenía en Grave y allí continuó los estudios de secundaria. A pesar de las dificultades que encontraba en los estudios, especialmente en las lenguas, se esforzó mucho y los profesores lo animaron, dada su voluntad y su disposición para la vida religiosa misionera.

Terminados los estudios secundarios, el 23 de septiembre de 1913, fue admitido al noviciado, que en aquel tiempo se encontraba en Tremeloo (Bélgica). Tomó el nombre de Eustaquio, con el que se le conoce desde entonces. Ante la invasión alemana de Bélgica en aquel año, tuvo que regresar a su casa. Esta situación duró poco tiempo y pudo continuar el noviciado en los Países Bajos, haciendo su profesión temporal el 27 de enero de 1915 en Grave (Países Bajos) y la profesión perpetua el 18 de marzo de 1918 en Ginneken (Países Bajos). En 1916 concluyó los cursos de filosofía y durante los años 1916-1919 hizo los estudios teológicos en Ginneken. Sus profesores, admitiendo que no estaba muy dotado para las cuestiones metafísicas, sin embargo consideraban que iba adquiriendo una buena visión teológica y un buen criterio en las cuestiones de práctica pastoral. Fue ordenado sacerdote el 10 de agosto de 1919.

Ejerció el ministerio en su patria durante cinco años. El primer año lo pasó en Vierlingsbeek como asistente del maestro de novicios. Los superiores, motivados sobre todo por su piedad y estricta observancia de la Regla, lo dedicaron al ámbito de la formación. Luego pasó dos años en Maasluis en el servicio pastoral a los obreros del cristal que eran valones de lengua francesa y se habían refugiado en los Países Bajos. Con ellos demostró un gran celo apostólico, que fue reconocido por el Estado belga, el cual lo condecoró por sus servicios a esa minoría.

Por último, durante dos años ejerció el ministerio en Roelofarendsveen como vicario del párroco, p. Ignacio Herscheid. Aquí su actividad fue muy intensa con las organizaciones parroquiales, así como en el confesionario y en la asistencia a los enfermos. En el mes de diciembre de 1924 fue enviado a España para aprender español, ya que en principio pensaban destinarlo a una misión en Uruguay; sin embargo, después fue enviado a Brasil. El padre Eustaquio deseaba ser misionero y ese deseo se vio cumplido cuando se erigió la provincia de los Países Bajos y el nuevo provincial, p. Norbert Poelman buscó una misión en América Latina para la provincia naciente.

El p. Eustaquio llegó a Río de Janeiro el 12 de mayo de 1925. Trabajó como misionero durante dieciocho años en Brasil, diez en Agua Suja, seis en Poá y los dos últimos años de su vida, breves estancias en varias casas de la Congregación: Río de Janeiro, Fazenda de San José de Río Claro, Patrocinio, Ibiá y, por último, en Belo Horizonte como párroco de Santo Domingo, donde murió el 30 de agosto de 1943.

El 23 de abril de 1925 partieron de Amsterdam el p. Norbert Poelman, provincial, con los tres primeros misioneros para Brasil: Gilles van de Boogaard, Eustaquio van Lieshout y Mathias van Roy. Llegaron el 12 de mayo y tuvieron que esperar hasta el 15 de julio para tomar posesión de la parroquia de Agua Suja, que actualmente se denomina Romaría, en la diócesis de Uberaba, en la región conocida como "Triángulo Minero". La parroquia tenía el santuario diocesano de Nuestra Señora de la Abadía. En principio el p. Eustaquio colaboró como vicario, asumiendo la atención pastoral de la parroquia de Nova Ponte y sus capillas.

Posteriormente, a partir del 2 de marzo de 1926, fue nombrado párroco de Agua Suja. Era una parroquia donde la gente se dedicaba fundamentalmente a la búsqueda del oro en las orillas del río Bagagem. Dada la incertidumbre de los resultados de aquellos trabajos, la situación económica y social era difícil. El p. Eustaquio se dedicó plenamente a sus feligreses y trató de atenderlos tanto física como espiritualmente. Su empeño por mejorar las condiciones humanas y religiosas de aquella población dio buenos frutos. Especial dedicación prestó siempre a los pobres y a los enfermos, produciéndose ya entonces algunas curaciones por su medio.

El 15 de febrero de 1935 tomó posesión de la parroquia de Nuestra Señora de Lourdes de Poá, en la región metropolitana de São Paulo. Recibió también el encargo del cuidado pastoral del barrio de San Miguel Paulista, actualmente sede de la diócesis. Si la parroquia de Romaría era difícil no lo era menos la de Poá. A su llegada carecía de templo parroquial, con problemas con las sectas espiritistas y bastante indiferencia entre la gente. El p. Eustaquio se dedicó de nuevo con gran celo a visitar a las familias, los enfermos, los pobres, los niños, así como a la organización parroquial. A partir de 1937 su apostolado asumió una connotación particular: el don de curación por intercesión de san José. Especialmente orientó esta actividad a fortalecer la fe del pueblo y a liberarla de la tendencia a la superstición. Es entonces cuando su fama comenzó a extenderse por el país y de todos lados comenzaron a llegar personas que querían verle y obtener por su medio el favor de la curación. La afluencia de la gente era cada vez mayor, llegando a pasar por Poá unas diez mil personas al día. Dadas las limitaciones de aquella parroquia para admitir tanta gente, la autoridad civil comenzó a intervenir y posteriormente los superiores se vieron obligados a trasladar al p. Eustaquio. Una vez recibida la orden de sus superiores, actuó prontamente y salió de Poá el 13 de mayo de 1941.

Los dos últimos años de su vida constituyeron una verdadera peregrinación. En todos los sitios a donde llegaba, incluso tratando de esconderse de la gente, había personas que lo buscaban para pedirle ayuda, consuelo y curación. En Río de Janeiro permaneció unos quince días y también allí hubo grandes concentraciones de personas que lo buscaban. De nuevo fue trasladado, esta vez tratando de ocultar su destino. De hecho permaneció con otro nombre, p. José, en la Fazenda de Río Claro y allí se dedicó a la oración, a la lectura y también a atender a los ochocientos colonos de la factoría. Algunos obispos y sacerdotes, a pesar del carácter incógnito de este tiempo, le solicitaron bendiciones y oraciones para los enfermos, cosa que realizó con el permiso de sus superiores.

Del 13 de octubre de 1941 al 14 de febrero de 1942, fue enviado a Patrocinio. Allí pudo ejercer de nuevo el apostolado en forma pública con algunas condiciones. En cualquier caso también allí por su medio hubo numerosas conversiones. Después fue trasladado a Ibiá, en Minas Gerais, como párroco una vez más, ya que parecía que la situación se había estabilizado. Después de tres meses en los que pudo ejercer serenamente su actividad parroquial, los superiores creyeron conveniente trasladarlo como párroco a Belo Horizonte, a la parroquia dedicada a los Sagrados Corazones. Allí permaneció desde el 7 de abril de 1942 hasta su muerte.

Además de todas las actividades parroquiales ordinarias, cada día recibía a unas cuarenta personas en el confesionario, que llegaban a él provistas de un billete, como habían dispuesto los superiores para evitar concentraciones. Especialmente se ocupaba de las confesiones de los enfermos. Ante las peticiones de otras parroquias, acudía con presteza y escuchaba muchas confesiones. Ciertamente todos lo consideraban un verdadero misionero y un santo.

El 20 de agosto, atendiendo a un enfermo de tifus exantemático, él mismo contrajo la enfermedad. En principio se le diagnosticó una pulmonía, pero después se constató que se trataba de esa grave enfermedad, que por entonces era incurable. Consciente de la proximidad de su muerte y habiendo pronosticado él mismo que se produciría en pocos días, se preparó a ella con la oración y la recepción de los sacramentos. Los testigos afirman la gran fortaleza con la que afrontó aquella situación hasta el final. Sus últimas palabras, dirigidas al p. Gil, fueron: "Padre Gil, ¡Deo gratias!"; diciendo esto, expiró.

(fuente: www.vatican.va)

viernes, 29 de agosto de 2014

29 de agosto: Santa María de la Cruz (Juana) Jugan

«Fundadora de las Hermanitas de los Pobres. Injustamente postergada, alumbró su obra entregada a los pobres y a los enfermos. Por su labor humanitaria fue galardonada por la Academia Francesa con el premio Montyon»

Madrid, 29 de agosto de 2013 (Zenit.org) Nació en Cancale, Francia, el 25 de octubre de 1792. Su padre era un honrado pescador en las costas de Terranova y un día el mar bravío lo engulló. Ella tenía cuatro años. Después fue de gran ayuda para su madre, que debía alimentar a todos los hijos; cuidaba un rebaño mientras rezaba y mantenía viva la presencia de Dios en su corazón. En 1810 obtuvo empleo como ayudante de cocina en casa de la vizcondesa de la Chouë. A los 18 años la cortejó un marinero. No quiso comprometerse entonces y al cumplir los 24 el enamorado insistió. Su madre juzgaba que el matrimonio sería ventajoso, pero a Juana le movía esta poderosa convicción: «Dios me quiere para Él. Él me guarda para una obra que no es aún conocida...». En 1816 participó en una «Misión». Y en medio de la oración brotó el afán de consagrarse a Dios y de asistir a los pobres por amor a Él, vinculada a la Tercera Orden del Corazón de la Madre Admirable, obra de san Juan Eudes. Comenzó a trabajar como ayudante de enfermería en el hospital «du Rosais» de Saint-Servan, hasta que en 1823 cayó enferma por causa de gran fatiga. Pero ya había hecho acopio de una excelente formación que iba a ayudarle en su misión, y mostrado gran sensibilidad para comprender y paliar el dolor ajeno. Convivió con Marie Lecoq doce años. Compartían el mismo ideal: misa diaria, oración, visitas a los pobres de la parroquia, y la formación catequética a los niños. Ella ayudó a Juana a restablecerse.

Lecoq murió en 1835. Pocos años más tarde, la santa alquiló una vivienda junto a François Aubert, que era conocida suya. Inició la fundación en el invierno de 1839 con la acogida de una anciana viuda, pobre, ciega y enferma de la que tenía referencia directa. La ubicó en su dormitorio portándola en sus brazos, y ella se mudó al granero. Las siguientes integrantes fueron Virginia, una joven de 17 años, que sanó gracias a sus cuidados, y otra persona mayor, soltera, que había servido gratuitamente a un matrimonio sin recursos y que no tenía a donde ir. La demanda crecía y pronto escaseó el espacio. Abnegada, generosa, llena de piedad y misericordia por los pobres desvalidos, los buscaba en barrios marginales y en toda clase de tugurios. En 1840 pusieron en marcha una asociación caritativa junto al vicario del lugar, Augusto Le Pailleur; éste sería su cruz. François tuvo en cuenta su avanzada edad, y prefirió quedarse en la retaguardia. Esta mujer, Juana y Magdalena Bourges, otra enferma cobijada en casa que la fundadora auxilió, fueron las primeras integrantes de las Hermanitas de los Pobres.

Para alimentar a tantas personas recogidas y a falta de ingresos, mendigaban. Lo habían hecho antes las ancianas, pero pidieron a Juana que las sustituyera. Y ella aceptó animada por un religioso de san Juan de Dios. Tuvo que vencerse y hacer un ímprobo esfuerzo, pero salió a la calle y plantó cara muchos desplantes y chanzas. Sufrió las inclemencias meteorológicas y la penalidad de los largos trayectos. Tenía dotes para la colecta, y obtenía no solo dinero sino también ayuda en especies. Un día le dieron una bofetada, y ella respondió mansamente: «Gracias; eso es para mí. ¡Pero ahora deme algo para mis pobres, por favor!». Una persona que poseía cuantiosos bienes juzgó que era suficiente con la notable cantidad que le entregó; no llevó bien que Juana volviese de nuevo en otra ocasión y la trató sin miramiento. Pero ella no se arredró. Le recordó que precisaban comer todos los días. El hombre, impresionado, se avergonzó y se convirtió en uno de sus benefactores. La santa también infundía el amor al trabajo a los ancianos, que ayudaban con lo que sabían hacer para costear los gastos.

En 1843 fue unánimemente reelegida superiora por sus compañeras. En 1845 la Academia Francesa le concedió el premio Montyon por su labor humanitaria; el dinero que le dieron lo invirtió en reparar un techo. También la logia masónica premió su labor con una medalla de oro que fundió para hacer un cáliz. Su fama crecía, aunque ella no la buscara. Sin embargo Le Pailleur tenía aspiraciones que no discurrían por el camino evangélico. Su intención era manejar a su antojo la fundación y pensando que no podría intervenir en ella si Juana estaba al frente, poco tiempo después de la elección, dando por inválida su designación, la relegó a la colecta sin más atribuciones. Como siempre, un santo obra milagros en la adversidad y arrebata las gracias con su virtud. Juana, que no perseguía el poder, obedeció y asumió con mansedumbre la decisión y las humillaciones que siguieron después, incluido el trato prepotente y altivo de la nueva y joven superiora.

Enviada a Rennes a mendigar, fundó allí en 1846 y luego abrió casas en distintos puntos del sur de Francia. Devotísima de san José, logró que los ancianos se encomendaran a él, y obtuvieran lo que pedían. En 1852 Le Pailleur, que le prohibió también pedir limosna, la envió a la casa fundadora. Allí permaneció cerca de tres décadas realizando tareas domésticas, completamente postergada, íntima y profundamente unida a Cristo, amando a los pobres, en quienes le veía: «No olviden nunca que el pobre es nuestro Señor». Desde el anonimato se ocupó de mantener en pie la Orden, impulsándola, gozándose íntimamente en su sencillez de los frutos que se cosechaban. ¡Qué corazón tan grande! Con sus propios matices, es la noble y conmovedora historia que late en las fundaciones porque quienes las impulsaron murieron día a día a sí mismos buscando únicamente la gloria de Dios. La obra fue aprobada por León XIII en marzo de 1879. El 29 de agosto de ese año ella murió en silencio, como hizo en las décadas de humano ostracismo mientras que su espíritu iba inundándose con la luz divina. Muchas de las hermanas supieron después que era la fundadora. Juan Pablo II la beatificó el 3 de octubre de 1982. Benedicto XVI la canonizó el 11 de octubre de 2009.

(29 de agosto de 2013) © Innovative Media Inc.

jueves, 28 de agosto de 2014

28 de agosto: San Agustín

Obispo y doctor de la Iglesia
(354-430)

La historia de San Agustín es la historia de un alma y de un siglo. El alma tiene acaso más interés que todo el ambiente que la rodea. Arrastrada por dos amores, el amor infinito, que la atrae irresistiblemente, y el amor creado, que busca a Dios hasta cuando parece que le huye, nos ofrece el tipo del corazón humano sediento de verdad y felicidad. Este doctor insigne, el pensador a quien más debe el mundo occidental, nació en una pequeña ciudad de Numidia, Tagaste, que hoy se llama Souk-Aras. Hijo de una madre profundamente piadosa: Santa Mónica. Fue educado desde sus primeros años cristianamente, pero sin recibir el bautismo. Tres grandes ideas hicieron viva impresión en su inteligencia infantil: la de un Dios Providencia, la de un Cristo Salvador y la de una vida futura. No tardó en revelarse como un niño prodigiosamente dotado. No obstante, odiaba los libros, era perezoso y disipado y tenía particular aversión a la lengua griega. En sus rezos infantiles pedía al Señor que le librase del azote del maestro, y él mismo nos dice que todo su afán era divertirse. Sin embargo, su inteligencia era tal, que pronto aprendió todo lo que podían enseñarle en la escuela de Tagaste. Alentado por aquellos primeros éxitos, su padre, que no era rico, hizo un esfuerzo para llevarle a estudiar en las escuelas de Madaura, la ciudad de Apuleyo. Allí empezó a hacer versos, imitando los de la Eneida. Leía con pasión los poemas virgilianos, los estudiaba y los aprendía de memoria. La aventura de Dido, sobre todo, le arrancaba lágrimas ardientes, envolvía su alma en una atmósfera de ensueño, y le llenaba de gozo pensando en la embriaguez del amor. Más tarde, cuando llegue la hora del desengaño, conocerá las inefables dulzuras del verdadero amor. Entonces podrá decir con la autoridad de quien lo ha experimentado todo: «La delectación del corazón humano en la luz de la verdad y en la abundancia de la sabiduría, la delectación del corazón humano, del corazón fiel; del corazón santificado, es única. No encontraréis nada en ningún placer que se la pueda comparar. No digáis que es un placer menor, porque lo que se llama menor no tiene más que crecer para ser igual. Es otro orden, es una realidad distinta.»

A los dieciséis años, Agustín sabía tanto como sus maestros de Madaura. Fuéle preciso volver a Tagaste, en el momento en que empezaba para él la crisis de la pubertad. Allí la vida ociosa fue fatal a su virtud. Abandonado a sí mismo, se entrega a los placeres con toda la vehemencia de su temperamento africano. Al principio, reza, pero sin deseo de ser oído. «Dame, ¡oh Señor!, la castidad; mas no ahora.» Cuando al terminar el año 370 llega a Cartago para proseguir sus estudios, la fascinación de la vida sensual y pagana le envuelve como un torbellino irresistible. Contrae una relación culpable, que le atormenta y le tiraniza, y sólo después de varios años, «desgarrado por los aguijones encendidos de los celos, azotado por las sospechas, los temores y la ira», empezó a sentir la necesidad de abandonar lo que él llamó «el pantano de la carne». La lectura del Hortensio, un libro de Cicerón, hoy perdido, imprime a su vida una dirección nueva y despierta en su alma un ideal más puro. «De repente, toda vana esperanza apareció vil a mis ojos, y con un ardor increíble del corazón empecé a desear la inmortalidad de la sabiduría.» Desde este momento la retórica se convierte para él en una carrera; la filosofía, en el anhelo de todo su ser. Pero este amor ciego del saber le hace caer, cuando iba a cumplir los veinte años, en la herejía de los maniqueos. Se deja deslumbrar, por las promesas de una filosofía libre de freno de la fe, que le promete descorrer ante sus ojos el velo de los fenómenos más misteriosos de la Naturaleza, y le libra de las contradicciones aparentes de la Sagrada Escritura, y resuelve el problema del mal, que atormenta su espíritu, con la teoría de los dos principios opuestos de la lucha entre la luz y las tinieblas. Precisamente, Agustín era un enamorado de la luz. Ningún escritor la ha celebrado con más entusiasmo; y no sólo la luz de la bienaventuranza inmortal, sino también la luz que alegra los ojos, la de los campos de áfrica, la del sol y las estrellas, la de la tierra y el mar.

El joven estudiante se entregó a la secta maniquea con todo el ardor de su carácter y con toda la fogosidad de su juventud. Leía todos sus libros, defendía todas sus opiniones, era un proselitista formidable, y atacaba la fe católica; según él mismo nos dice, con una locuacidad miserable y furiosísima. Sus amigos y condiscípulos quedaron deslumbrados por la magia de su lenguaje. Este período herético de su vida coincide con el pleno desarrollo de sus facultades literarias. Al terminar los cursos se abrieron delante de él las perspectivas del foro, en que había brillado Cicerón, uno de los hombres a quienes más admiraba; pero, más inclinado hacia la carrera de las letras, prefirió volver a Tagaste y abrir una escuela de gramática. Allí encontró un amigo de la infancia, un joven que, acosado por las angustias de la muerte, pidió la gracia del bautismo. Agustín, que velaba a su cabecera, se burló de aquella ceremonia; pero el moribundo le reprendió ásperamente. No obstante, aquella muerte le dejó abrumado y deshecho. «El dolor—dice él mismo—cubrió mi corazón de tinieblas. Por todas partes no veía más que la muerte. Mi patria se me convirtió en un suplicio; la casa paterna, en una increíble calamidad. Todo lo que me recordaba a mi amigo me llenaba de angustia. Mis ojos le buscaban día y noche, sin poderle encontrar en ninguna parte. Todo me parecía odioso, hasta la misma luz. Sólo las lágrimas y los sollozos podían contentarme.»

Quiso olvidar el dolor buscando la gloria en un teatro más vasto y brillante, y esto le decidió a abrir en Cartago una escuela de retórica, o, como él dice, una tienda de palabras. Siguiéronle allí sus discípulos y sus amigos, entre los cuales estaba el inseparable Alipio, que irá con él de la herejía a la ortodoxia, de la ortodoxia al episcopado, y del episcopado a las cimas de la santidad. Agustín sigue entregándose apasionadamente al estudio de todas las artes liberales; enseña y aprende, discute con calor, lee sin tregua, triunfa en los certámenes, interviene en una justa poética, consigue el primer premio y recibe de manos del procónsul la corona del vencedor. Entonces es también cuando compone su primer libro, un libro hoy perdido, que trataba de la belleza. Esta actividad no logró ahogar por completo su inquietud religiosa. Ni aun en la época de sus primeros entusiasmos había llegado a sosegar su espíritu con las enseñanzas maniqueas. El vacío espantoso de una filosofía «que lo destruía todo sin edificar nada», la inmoralidad de sus adeptos, en oposición con su virtud fingida, la mediocridad intelectual de sus jefes, empezaron a desvanecer una ilusión que iba durando años y años. Se le había prometido la ciencia, es decir, el conocimiento de la naturaleza y de sus leyes, pero el tiempo pasaba sin que las doctrinas de Manes viniesen a iluminar su inteligencia: «Ten paciencia—le decían los elegidos, los altos personajes de la secta—; Fausto pasará por aquí, y te lo explicará todo.» Fausto, el más famoso de los obispos maniqueos, llegó al fin a Cartago, recibió al ya ilustre catecúmeno, se esforzó por resolver sus dificultades; pero todas sus respuestas sirvieron únicamente para descubrir al rétor vulgar; al charlatán sin sustancia, sin el más leve barniz de cultura científica. Aquella entrevista dio al traste con las ilusiones maniqueas de Agustín. No rompió inmediatamente con la secta; pero desde entonces empezó a buscar la verdad en otra parte.

Esta triste experiencia y la insubordinación de los estudiantes de Cartago despertaron en él la idea de buscar en Roma una situación más brillante y discípulos más dignos de su fama. En Roma abrió una cátedra de elocuencia, y no tardó en verse rodeado de una juventud que, si le admiraba y le escuchaba con más respeto que la de áfrica, encontraba toda clase de pretextos para no pagar las lecciones. El joven profesor prefiere asegurar su vida, y consigue que le designen para ocupar una cátedra que había quedado vacante en el Municipio de Milán. Dos años de lucha interior le separaban aún del triunfo definitivo. Pasa primero por un período de filosofía y de escepticismo sombrío. Se había separado de los maniqueos, pero las escuelas académicas no le ofrecían más que dudas. Se resuelve a permanecer en el catecumenado de la Iglesia católica aguardando alguna cosa mejor. Entra luego en una fase de entusiasmo neoplatónico. La lectura de las obras de Platón y de Plotino le devuelven la esperanza de encontrar la verdad. Si poco antes se creía incapaz de concebir un ser espiritual, al examinar ahora las profundas teorías platónicas sobre el mal, que es esencialmente privación, sobre la luz inmutable de la verdad, sobre Dios, ser incorpóreo e infinito, fuente de los seres, y sobre el Logos del filósofo griego, que le parecía idéntico al Verbo del Evangelio, sintióse arrebatado por el ímpetu de una nueva pasión, más noble y más fuerte que las anteriores. Pensó un momento que sería feliz consagrándose a la investigación de la verdad y llevando en compañía de algunos amigos una vida sencilla y casta, iluminada por la más alta actividad espiritual.

Pronto se dio cuenta de que todo aquello era un sueño. Las pasiones le encadenaban aún a la existencia de los sentidos; una mujer le había seguido desde áfrica y un hijo de ambos se sentaba en los bancos de la escuela. Sigue el último combate, y con él un período de esfuerzos desesperados y lacerantes. Pero su madre está junto a él; la dulce influencia de Mónica, la noticia de los heroísmos de los anacoretas orientales, y, finalmente, la conversión al catolicismo del célebre retórico Victorino, acaban por abrir su corazón a la gracia, que le rinde a los treinta y tres años de edad, en el jardín de su casa de Milán. El mismo ha escrito en sus Confesiones el relato de aquel drama íntimo con palabras inolvidables. «Sufría—dice—dando vueltas a las cadenas, que no me retenían más que por un débil eslabón, pero que, sin embargo, me retenían. Yo me decía: «¡Ea!, ¡vamos!, ¡ahora mismo!, ¡inmediatamente!» Me resolvía a comenzar, y no comenzaba. Y volvía a caer en el abismo. Y cuanto más próximo estaba el inaprehensible instante en que iba a cambiar mi ser, más me sobrecogía el terror. Y las naderías de naderías, y las vanidades de vanidades, y mis amistades antiguas me agarraban por la ropa de mi carne, y me decían al oído: «¿nos despides? ¿Cómo? ¿Y no podremos hacerte compañía?» Ahora no me asaltaban de frente, como en otros tiempos, atrevidas y exigentes, sino con tímidos cuchicheos murmurados a mi oído. Y la violencia de la costumbre me decía: «¿Podrás vivir sin ellas?»

«Mas del lado por donde yo temía pasar resonaba una voz de aliento. La casta majestad de la continencia extendía hacia mí sus manos piadosas; y me mostraba, desfilando a mis ojos, una multitud de niños, doncellas, viudas venerables, mujeres envejecidas en la virtud y vírgenes de todas las edades. Y con un tono de dulce y confortante ironía, parecía decirme: ¿Y qué? ¿No podrás tú lo que éstos y éstas?» Esta lucha interior era como un duelo conmigo mismo. Avanzaba hacia el fondo del jardín, dejaba correr mis lágrimas, y exclama entre sollozos: «¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo? ¡Mañana!... ¡Mañana!... ¿Por qué no ahora?» Clamaba y lloraba con toda la amargura de mi corazón roto. Y, repentinamente, oigo salir de una casa vecina como una voz de niño o doncella, que cantaba y repetía estas palabras:

San Agustín, doctor« ¡Toma y lee! ¡ Toma y lee! » Hice memoria para recordar si era algún estribillo usado en los juegos infantiles; de nada parecido me acordé. Volví al lugar donde antes me hallaba y en donde había dejado el libro de las Epístolas de Pablo. Le tomé, le abrí, y mis ojos se encontraron con estas palabras: «No viváis en los banquetes ni en el libertinaje, sino revestíos de Jesucristo.» No quise, no tuve necesidad de leer más. Inmediatamente se difundió por todo mi ser como una luz de seguridad que disipó las tinieblas de mi incertidumbre. Fui en busca de mi madre. Le referí todo lo sucedido. Alegróse al escucharme. Triunfaba y te bendecía, Señor, a Ti, que eres poderoso para concedernos más de lo que pedimos y pensamos.»

Esto sucedía en otoño del año 386. Inmediatamente Agustín renunció a su cátedra para retirarse a Casicíaco, una finca de los alrededores de Milán, con la intención de entregarse al estudio de la verdadera filosofía en compañía de su madre, de su hijo Adeodato y de sus amigos. Empieza ahora en su vida un período de diez años, durante el cual se realiza en su espíritu la fusión de la filosofía platónica con la doctrina revelada. El retiro de Casicíaco parece realizar el sueño tanto tiempo acariciado. El mismo Agustín ha recordado varias veces en sus obras aquella vida de quietud, animada por la sola pasión de la verdad. A él le enojaba la administración de la finca y el trato con esclavos y colonos, pero su salud exigía esta distracción. Al mismo tiempo completaba la formación de sus amigos por medio de lecturas literarias y conversaciones filosóficas acerca de la verdad, de la certidumbre, de la felicidad en la filosofía, del orden providencial del mundo y del problema del mal; en una palabra, de Dios y del alma. Aquellas charlas con sus discípulos, a quienes había comunicado su desprecio del mundo y su repugnancia por la vida de los sentidos, le dieron, recogidas por los estenógrafos, la sustancia de sus primeros libros: los Soliloquios, los Diálogos acerca de la vida bienaventurada, del orden, de la inmortalidad y de las doctrinas de los académicos.

El filósofo vivía aún en Agustín, y vivirá hasta la última hora de su vida; pero sobre el filósofo vivía el cristiano, el penitente. Su filosofía no es ya la que condenan los Libros Santos; es la «santa filosofía», la que ama y aprueba Mónica, que interviene en aquellas conferencias, donde se ventilan los más santos problemas, y pone en ellas la voz de su corazón y las intuiciones de su alma exquisita. Agustín ha vencido el orgullo de la inteligencia y el de la carne: ahora su ignorancia le aterra, su miseria moral le horroriza, el recuerdo de sus desórdenes le llena de dolor. Renuncia al dinero, a la enseñanza y al matrimonio. Su única esposa será la sabiduría. «Por la libertad de mi alma—nos dice él mismo—me sujeté a no tomar mujer.» Toda su alma de catecúmeno está en aquel grito de los Soliloquios: «Haz, oh Padre, que yo te busque.» Bautizado en la primavera de 387, no tiene más que continuar la vida comenzada antes del bautismo. Su único deseo es abandonar el mundo, vivir una vida humilde y oculta, entregada al estudio de la Sagrada Escritura y a la contemplación de Dios. Más de una vez, sus enemigos le acusarán de haberse convertido por ambición. El odio les cegaba, y con el odio, la envidia. Es difícil encontrar conversión más sincera, más desinteresada y a la vez más heroica. Agustín estaba en el momento más brillante de su vida. Hay hombres a quienes las cosas abandonan a su pesar; él abandonaba todas las grandes cosas con que los hombres sueñan, abandonaba todo lo que había amado con frenesí.

Un año después de su bautismo le vemos en Tagaste planeando su programa de vida perfecta: vende sus bienes, distribuye el dinero entre los pobres, y se consagra a una vida de pobreza, de oración y de estudio. El nuevo convertido es ya un apologista y un polemista. En un alma de fuego, como la suya, a la conversión tenía que seguir el proselitismo. Continúa la serie de sus obras filosóficas, combate a los maniqueos, oponiendo sus fingidas virtudes a la santidad auténtica de la Iglesia, y empieza a preocuparse por las grandes cuestiones teológicas. La apologética cristiana se hace más amplia y profunda. «Se trata de demostrar—dice Agustín, con una fórmula audaz—, primero, que es razonable el creer, y luego, que el no creer sería una locura.» La santidad del cristianismo y la transformación moral del mundo eran los fenómenos que más impresión hicieron en la mente de Agustín. La Iglesia se presentaba a sus ojos como una demostración puesta al alcance de todos. Examina los dogmas cristianos en sus relaciones con el alma, deteniéndose, sobre todo, en las doctrinas antropológicas del pecado y de la gracia, tomando como punto de partida el aspecto humano y psicológico; la felicidad, el hicístenos, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti.

San Agustín, obispoEn Tagaste, Agustín hacía vida monacal, vida de penitencia de caridad y de trabajo. Apenas se atrevía a salir de su celda por temor a que pusiesen sobre sus hombros la carga del episcopado; pero un día tuvo que trasladarse a Hipona, llamado por un amigo, y estaba en la iglesia rezando fervorosamente, cuando el pueblo se echó sobre él y le arrastró a presencia del obispo, pidiendo que se le ordenase de sacerdote. Cinco años más tarde, en 396, Agustín tuvo que aceptar el episcopado, también de una manera violenta. La residencia episcopal quedó convertida en monasterio, que fue un semillero de nuevas fundaciones, derramadas por toda el áfrica. Por ellas se ha podido considerar a San Agustín como el patriarca de la vida religiosa en su tierra y como el renovador de la vida clerical. Pero fue, sobre todo, el pastor de las almas y el defensor de la verdad. Modelo de obispos, no se desdeñaba de descender a los mil detalles de la administración. Las Iglesias tenían entonces grandes posesiones, que eran el patrimonio común de los fieles: fincas, tierras, talleres, artesanos, libertos, agricultores, artistas, fundidores, cinceladores y bordadores. Una multitud de trabajadores vivía bajo la vigilancia de Agustín y bajo su cuidado. Mil alusiones y comparaciones rústicas que se notan en sus sermones prueban que no desconocía nada de cuanto se refiere a la administración de una finca, a la vida de los campesinos y a las diversas tareas de los trabajadores. Los procedimientos de las oficinas, las fórmulas de rentas y contratos, el funcionamiento de las prensas y los molinos le eran tan familiares como las ideas de Platón o los versos de los Salmos. Entre aquellas funciones episcopales, había una, sobre todo, que le repugnaba: era la de escuchar los pleitos y dictar las sentencias. Teodosio acababa de legalizar la competencia jurídica de les obispos en materia civil. El obispo de Hipona tenia su tribunal en el pórtico de la basílica. Diariamente daba audiencia hasta mediodía, y a veces hasta la puesta del sol. En cuanto aparecía, los litigantes se le acercaban tumultuosamente, le rodeaban, le apretujaban, le constreñían a que se ocupase de sus asuntos. Agustín los recibía con toda su bondad, pero al día siguiente les increpaba con palabras como estas del Salterio: «Apartaos de mí, malvados, y dejadme estudiar los mandamientos de mi Dios. Puedo afirmar por mi alma—añadía—que si mirase mi comodidad personal, me gustaría más ocuparme en el trabajo manual, y disponer del tiempo restante para leer, orar y meditar las escrituras divinas.»

Pero la mirada del gran doctor se extiende hasta la extremidad del mundo romano y su voz repercute en toda la Iglesia. En Oriente y Occidente, el obispo de Hipona era considerado como el intérprete del Evangelio, como el atleta de la fe. Se ha dicho, con razón, que el Imperio prolongaba únicamente su agonía para dar paso a la acción ejercida por este hombre extraordinario en la historia universal. Es increíble la actividad de Agustín durante los treinta y seis años de su episcopado. Dirige, gobierna, administra, organiza concilios, recorre las vastas provincias de áfrica, alimenta a su pueblo con aquella palabra sublime y familiar al mismo tiempo, que los hombres no han vuelto a escuchar otra vez; discute con los herejes, y con un fervor proselitista que no se fatiga nunca, prosigue sus campañas contra todos los enemigos de la Iglesia. Demuestra, contra los maniqueos, que Dios ha preferido sacar el bien del mal, antes que no permitir el mal, negando la libertad a la criatura; contiene, deshace y aniquila a fuerza de inteligencia y de paciencia el formidable poder del cisma donatista, y cuando Pelagio y Celestio empiezan a propagar sus doctrinas, sale al campo con toda la fuerza de su genio en favor de la gracia. También él había afirmado, con una intensidad de emoción que pocos hombres habrán igualado, la existencia de una voluntad libre, mediante la cual el hombre es señor de su destino entre las solicitaciones contrarias del bien y del mal. Sin embargo, esta clara visión del libre albedrío no le impedía confesar la existencia de dos grandes fuerzas que se disputan el corazón humano: la concupiscencia, fruto del pecado original, y la gracia. En sus Confesiones, publicadas en el año 400, había dicho: «Señor, dadnos lo que mandáis, y mandad lo que queráis.» Pero la atracción moral de la gracia no aminora la facultad de obrar, sino que la acrecienta. Agustín lo afirma con esta poderosa fórmula: «Los hombres son movidos para que obren, no para que permanezcan inertes.»

Estas polémicas agustinianas eran la señal de que existía en el mundo un poder nuevo. En el mundo grecorromano, el arte de raciocinar había servido al sofista para propagar el error; ahora, en presencia de Agustín, era forzoso reconocer que el cristianismo poseía no tan sólo la verdad, sino también todos los recursos de la dialéctica para defenderla. Y hubieron de reconocerlo los paganos, lo mismo que los herejes. Viendo el Imperio a punto de desmoronarse, idólatras y cristianos se echaban mutuamente la culpa de haber causado su ruina. La perturbación de los espíritus era general. Roma, la Roma eterna, cuyo culto se había asociado a las viejas divinidades nacionales, y que continuaba siendo a los ojos de los escépticos una especie de divinidad, estaba ahora a merced de los invasores. Todos los que amaban el orden y la tradición se hallaban profundamente desorientados, y no faltaban creyentes que dudaban de su fe al pensar en la catástrofe de la Roma cristiana. El genio de Agustín había previsto el peligro, y desde 412 ocupaba los ocios de su laborioso ministerio en la composición de una obra, que debía absorberle catorce años de meditación y trabajo, y que fue La Ciudad de Dios. Con las Confesiones, La Ciudad de Dios ocupa un lugar aparte en el arsenal inmenso de su obra literaria. Las Confesiones son la psicología vivida de un alma individual; La Ciudad de Dios es la filosofía de la historia de la Humanidad. Ante el problema suscitado por la caída del Imperio romano, Agustín, por un vuelo de su genio, derrama su vista a través de los siglos y considera el panorama completo de la Humanidad en sus relaciones con la religión cristiana. La Ciudad de Dios es para él la sociedad de todos los fieles en todos los tiempos y todos los países; la ciudad terrestre es la sociedad de todos los enemigos de la verdadera religión. La erudición de esta gran obra ha podido envejecer en parte; pero su idea dominante, que es la de trazar un vasto plan de los conflictos de la fe y la incredulidad a través de la historia humana, es siempre de actualidad.

En medio de la catástrofe, Agustín continuaba enseñando, discutiendo y escribiendo. Sufría por la ruina de un mundo amado, pero se consolaba pensando que era ciudadano de un Imperio inmortal. A su pueblo, que palidecía ante el anuncio del avance de los vándalos, que recorrían el áfrica incendiando y destruyendo ciudades, le decía: «¿Es cosa nueva ver que se caen las piedras y que se mueren los hombres?» Los que no le comprendían llegaron a acusarle de insensible. Sus últimos días tienen toda la grandeza de los viejos ciudadanos romanos. Genserico ha llegado delante de Hipona: ochenta mil vándalos bloquean la ciudad por mar y tierra. Viejo y achacoso, Agustín alienta los ánimos de sus fieles y los excita a la defensa. Habla en el pulpito y en la calle, consuela, dirige y aconseja. Al mes tercero del sitio, agotado por la fatiga, se ve obligado a guardar cama. «Hasta esta postrera enfermedad—escribe su discípulo Posidio—no había cesado de predicar al pueblo. Diez días antes de su separación definitiva nos rogó que nadie entrase en su alcoba sino en la hora de visita de los médicos o cuando le llevaban los alimentos. Cumplimos sus deseos, y él empleó todo aquel tiempo en la oración. Conservó hasta el último momento el uso de sus sentidos, y en nuestra presencia, ante nuestros ojos, confundidas nuestras preces con las suyas, se durmió con sus padres.»

San Agustín, pastorTenía entonces setenta y seis años. Había muerto; y empezaba a vivir en el mundo con una vida más alta. Después de quince siglos, sigue viviendo en las familias religiosas que le reconocen por Padre, en el culto de la Iglesia, en la piedad cristiana, en todas las almas que le deben el retorno a Dios y la consolidación de la fe, en todas las escuelas filosóficas y teológicas y en todos los horizontes intelectuales descubiertos por su genio. Su obra es inmortal. Ella le coloca entre ese pequeño grupo de hombres superiores, orgullo de la Humanidad, que se pueden contar con los dedos de la mano. Se ha dicho que, después de Pablo y Juan, a nadie debe la Iglesia tanto como a él. Desde cualquier aspecto que se le mire, su genio es prodigioso. Unos, sorprendidos por la profundidad y originalidad de sus concepciones, han visto en él el gran sembrador de ideas; otros han alabado la maravillosa armonía de las cualidades superiores de su espíritu, o la universalidad y amplitud de su doctrina, o la riquísima psicología, en que aparecen unidos y combinados el saber y la agudeza de Orígenes, la gracia y la elocuencia de Basilio y el Crisóstomo, las profundas perspectivas científicas de Aristóteles y la dialéctica poderosa de Platón. El filósofo es en él tan profundo como el teólogo, y el teólogo tan admirable como el exegeta. Tal vez nunca se ha unido en un grado tan eminente el talento especulativo helénico con el genio práctico del mundo latino; tal vez nunca se han encontrado en un alma un rigor de lógica tan inflexible con tal ternura de corazón. Lo que le caracteriza es la íntima fusión del más alto intelectualismo con el misticismo más arrebatado. Nadie ha dado más luces al espíritu de los hombres, y nadie ha hecho derramar tantas y tan dulces lágrimas a su corazón. La verdad no es para él únicamente un espectáculo, es algo que hay que poseer necesariamente. La verdad es sangre, es vida eterna e inmutable. La verdad es Dios, no el Dios abstracto, objeto de los pacientes análisis de la escolástica, sino el Dios vivo, bueno y bello, «patria del alma». De aquí aquel diálogo conocido de los Soliloquios:

—¿Qué deseas conocer?
—Dios y el alma.
—¿Nada más?
—Nada absolutamente.

Y en Dios, más que el poder, más que la majestad, contempla Agustín la belleza. «Tu belleza me arrebataba hacia Ti», escribía en las Confesiones. «Ya entonces—añade—yo vi, ¡oh Dios mío!, tus bellezas invisibles en las cosas visibles que has sacado de la nada.» Este pensamiento le inspira páginas de fuego, que sólo en él podemos encontrar.

Otro rasgo de Agustín, que nos explica en parte su originalidad y su grandeza, es su penetración psicológica y su facilidad como pintor de las observaciones íntimas. Esto le da su fisonomía propia entre los grandes doctores. Ambrosio examina también el lado práctico de las cuestiones; pero no se eleva tan alto, ni remueve el corazón tan profundamente como aquel retórico de Milán, discípulo suyo, a quien al principio debió de mirar con un poco de desdén; Jerónimo es más exegeta, más erudito y más estilista; pero a pesar de sus ímpetus, es menos penetrante, menos cálido, menos profundo; Atanasio es, ciertamente, tan sutil en el análisis de los dogmas, pero no se apodera del alma como el doctor africano; Orígenes tuvo en la Iglesia de Oriente una misión de iniciador comparable con la que Agustín desempeñó en Occidente; pero esa influencia, menos pura y menos vasta que la del águila de Hipona, se reduce a la esfera de la inteligencia especulativa. La influencia de Agustín es más universal, porque brota de los dones del corazón y del espíritu. Trasciende los confines de las escuelas, inspira la vida íntima de la Iglesia y penetra en las multitudes, difícilmente accesibles al genio puramente especulativo. Con sus confidencias íntimas ha llegado tan hondo hasta millones de almas, ha pintado con tal exactitud su estado interior, ha trazado de la confianza una imagen tan viva e irresistible, que lo que él vivió y sintió sigue viviéndose y sintiéndose a través de los siglos; y toda nuestra vida está todavía impregnada de ideas, de sentimientos, de expresiones esencialmente agustinianas.

(fuente: www.divvol.org)

miércoles, 27 de agosto de 2014

27 de agosto: Santa Mónica

Madre de San Agustín

Martirologio Romano: Memoria de santa Mónica, que, muy joven todavía, fue dada en matrimonio a Patricio, del que tuvo hijos, entre los cuales se cuenta a Agustín, por cuya conversión derramó abundantes lágrimas y oró mucho a Dios. Al tiempo de partir para África, ardiendo en deseos de la vida celestial, murió en la ciudad de Ostia del Tíber (387).

Etimológicamente: Mónica = Aquella que disfruta de la soledad, es de origen griego.

Fecha de canonización: Información no disponible, la antigüedad de los documentos y de las técnicas usadas para archivarlos, la acción del clima, y en muchas ocasiones del mismo ser humano, han impedido que tengamos esta concreta información el día de hoy. Si sabemos que fue canonizado antes de la creación de la Congregación para la causa de los Santos, y que su culto fue aprobado por el Obispo de Roma, el Papa. Hoy celebramos a Santa Mónica, que con su testimonio logró convertir a su marido, a su suegra y a su hijo, San Agustín, quién también, es un gran santo de la Iglesia.

Santa Mónica fue una mujer con una gran fe y nos entregó un testimonio de fidelidad y confianza en Dios, por lo que alcanzó la santidad cumpliendo con su vocación de esposa y madre.


Un poco de historia

Mónica, la madre de San Agustín, nació en Tagaste (África del Norte) a unos 100 km de la ciudad de Cartago en el año 332.


Formación

Sus padres encomendaron la formación de sus hijas a una mujer muy religiosa y estricta en disciplina. Ella no las dejaba tomar bebidas entre horas (aunque aquellas tierras son de clima muy caliente) pues les decía: "Ahora cada vez que tengan sed van a tomar bebidas para calmarla. Y después que sean mayores y tengan las llaves de la pieza donde está el vino, tomarán licor y esto les hará mucho daño." Mónica le obedeció los primeros años pero, después ya mayor, empezó a ir a escondidas al depósito y cada vez que tenía sed tomaba un vaso de vino. Más sucedió que un día regañó fuertemente a un obrero y éste por defenderse le gritó ¡Borracha! Esto le impresionó profundamente y nunca lo olvidó en toda su vida, y se propuso no volver a tomar jamás bebidas alcohólicas. Pocos meses después fue bautizada (en ese tiempo bautizaban a la gente ya entrada en años) y desde su bautismo su conversión fue admirable.


Su esposo

Ella deseaba dedicarse a la vida de oración y de soledad pero sus padres dispusieron que tenía que esposarse con un hombre llamado Patricio. Este era un buen trabajador, pero de genio terrible, además mujeriego, jugador y pagano, que no tenía gusto alguno por lo espiritual. La hizo sufrir muchísimo y por treinta años ella tuvo que aguantar sus estallidos de ira ya que gritaba por el menor disgusto, pero éste jamás se atrevió a levantar su mano contra ella. Tuvieron tres hijos: dos varones y una mujer. Los dos menores fueron su alegría y consuelo, pero el mayor Agustín, la hizo sufrir por varias décadas. La fórmula para evitar discusiones.

En aquella región del norte de África donde las personas eran sumamente agresivas, las demás esposas le preguntaban a Mónica porqué su esposo era uno de los hombres de peor genio en toda la ciudad, pero que nunca la golpeaba, y en cambio los esposos de ellas las golpeaban sin compasión. Mónica les respondió: "Es que, cuando mi esposo está de mal genio, yo me esfuerzo por estar de buen genio. Cuando él grita, yo me callo, para pelear se necesitan dos y yo no acepto entrar en pelea, pues....no peleamos".


Viuda, y con un hijo rebelde

Patricio no era católico, y aunque criticaba el mucho rezar de su esposa y su generosidad tan grande hacia los pobres, nunca se opuso a que dedique de su tiempo a estos buenos oficios. Y quizás, el ejemplo de vida de su esposa logro su conversión. Mónica rezaba y ofrecía sacrificios por su esposo y al fin alcanzó de Dios la gracia de que en el año de 371 Patricio se hiciera bautizar, y que lo mismo hiciera su suegra, mujer terriblemente colérica que por meterse demasiado en el hogar de su nuera le había amargado grandemente la vida a la pobre Mónica. Un año después de su bautizo, Patricio murió, dejando a la pobre viuda con el problema de su hijo mayor.


El muchacho difícil

Patricio y Mónica se habían dado cuenta de que Agustín era extraordinariamente inteligente, y por eso decidieron enviarle a la capital del estado, a Cartago, a estudiar filosofía, literatura y oratoria. Pero a Patricio, en aquella época, solo le interesaba que Agustín sobresaliera en los estudios, fuera reconocido y celebrado socialmente y sobresaliese en los ejercicios físicos. Nada le importaba la vida espiritual o la falta de ella de su hijo y Agustín, ni corto ni perezoso, fue alejándose cada vez más de la fe y cayendo en mayores y peores pecados y errores.


Una madre con carácter

Cuando murió su padre, Agustín tenía 17 años y empezaron a llegarle a Mónica noticias cada vez más preocupantes del comportamiento de su hijo. En una enfermedad, ante el temor a la muerte, se hizo instruir acerca de la religión y propuso hacerse católico, pero al ser sanado de la enfermedad abandonó su propósito de hacerlo. Adoptó las creencias y prácticas de una la secta Maniquea, que afirmaban que el mundo no lo había hecho Dios, sino el diablo. Y Mónica, que era bondadosa pero no cobarde, ni débil de carácter, al volver su hijo de vacaciones y escucharle argumentar falsedades contra la verdadera religión, lo echó sin más de la casa y cerró las puertas, porque bajo su techo no albergaba a enemigos de Dios.


La visión esperanzadora

Sucedió que en esos días Mónica tuvo un sueño en el que se vio en un bosque llorando por la pérdida espiritual de su hijo, Se le acercó un personaje muy resplandeciente y le dijo "tu hijo volverá contigo", y enseguida vio a Agustín junto a ella. Le narró a su hijo el sueño y él le dijo lleno de orgullo, que eso significaba que ello significaba que se iba a volver maniquea, como él. A eso ella respondió: "En el sueño no me dijeron, la madre irá a donde el hijo, sino el hijo volverá a la madre". Su respuesta tan hábil impresionó mucho a su hijo Agustín, quien más tarde consideró la visión como una inspiración del cielo. Esto sucedió en el año 437. Aún faltaban 9 años para que Agustín se convirtiera.


La célebre respuesta de un Obispo

En cierta ocasión Mónica contó a un Obispo que llevaba años y años rezando, ofreciendo sacrificios y haciendo rezar a sacerdotes y amigos por la conversión de Agustín. El obispo le respondió: "Esté tranquila, es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas". Esta admirable respuesta y lo que oyó decir en el sueño, le daban consuelo y llenaban de esperanza, a pesar de que Agustín no daba la más mínima señal de arrepentimiento.


El hijo se fuga, y la madre va tras de él

A los 29 años, Agustín decide irse a Roma a dar clases. Ya era todo un maestro. Mónica se decide a seguirle para intentar alejarlo de las malas influencias pero Agustín al llegar al puerto de embarque, su hijo por medio de un engaño se embarca sin ella y se va a Roma sin ella. Pero Mónica, no dejándose derrotar tan fácilmente toma otro barco y va tras de él.


Un personaje influyente

En Milán; Mónica conoce al santo más famoso de la época en Italia, el célebre San Ambrosio, Arzobispo de la ciudad. En él encontró un verdadero padre, lleno de bondad y sabiduría que le impartió sabios. Además de Mónica, San Ambrosio también tuvo un gran impacto sobre Agustín, a quien atrajo inicialmente por su gran conocimiento y poderosa personalidad. Poco a poco comenzó a operarse un cambio notable en Agustín, escuchaba con gran atención y respeto a San Ambrosio, desarrolló por él un profundo cariño y abrió finalmente su mente y corazón a las verdades de la fe católica.


La conversión tan esperada

En el año 387, ocurrió la conversión de Agustín, se hizo instruir en la religión y en la fiesta de Pascua de Resurrección de ese año se hizo bautizar.


Puede morir tranquila

Agustín, ya convertido, dispuso volver con su madre y su hermano, a su tierra, en África, y se fueron al puerto de Ostia a esperar el barco. Pero Mónica ya había conseguido todo lo que anhelaba es esta vida, que era ver la conversión de su hijo. Ya podía morir tranquila. Y sucedió que estando ahí en una casa junto al mar, mientras madre e hijo admiraban el cielo estrellado y platicaban sobre las alegrías venideras cuando llegaran al cielo, Mónica exclamó entusiasmada: " ¿Y a mí que más me amarra a la tierra? Ya he obtenido de Dios mi gran deseo, el verte cristiano." Poco después le invadió una fiebre, que en pocos días se agravó y le ocasionaron la muerte. Murió a los 55 años de edad del año 387.

A lo largo de los siglos, miles han encomendado a Santa Mónica a sus familiares más queridos y han conseguido conversiones admirables.

En algunas pinturas, está vestida con traje de monja, ya que por costumbre así se vestían en aquél tiempo las mujeres que se dedicaban a la vida espiritual, despreciando adornos y vestimentas vanidosas. También la vemos con un bastón de caminante, por sus muchos viajes tras del hijo de sus lágrimas. Otros la han pintado con un libro en la mano, para rememorar el momento por ella tan deseado, la conversión definitiva de su hijo, cuando por inspiración divina abrió y leyó al azar una página de la Biblia.


Oración

Santa Mónica, te pedimos en este día que nos ayudes a vivir nuestra vocación cerca de Dios, confiando siempre en que la oración constante y sencilla es un instrumento eficaz para transformar los corazones de quienes nos rodean. Amén.

(fuentes: Centro de Espiritualidad Santa Maria; catholic.net)

martes, 26 de agosto de 2014

26 de agosto: Santa Teresa de Jesús Jornet e Ibars

«Fundadora del Instituto de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados. Patrona de la ancianidad»

Madrid, 26 de agosto de 2013 (Zenit.org) «Cuiden con interés y esmero a los ancianos; ténganse mucha caridad y observen fielmente las Constituciones: en esto está nuestra santificación». Eran palabras testamentarias de la fundadora a punto de exhalar su último suspiro, dejando que manase de sus labios lo que de forma tan abundante pervivía en su corazón: su amor a Cristo, y en Él a los se hallan en el ocaso de la vida faltos tantas veces de la gratitud y del cariño de aquellos por los que desvivieron, o tal vez despojados de sus bienes y maltratados como un objeto inservible. Teresa tuvo la fortuna de nacer en una familia profundamente arraigada en la fe, que dio, antes de nacer ella y proporcionaría después, nuevos miembros consagrados a la Iglesia. Creció con una sensibilidad particular hacia los desamparados.

Vino al mundo en Aytona, Lérida, España, el 9 de enero de 1843. Fue la primogénita de cuatro hermanos. Si la infancia acostumbra a dejar una huella imborrable para el resto de la existencia, la suya tuvo el signo del desprendimiento, de solícita atención hacia los pobres a quienes no dudó en sentar a su mesa compartiendo con ellos las viandas. Tenía gran fuerza de voluntad, era inteligente, responsable, sencilla, equilibrada, y trabajadora. Estudió magisterio en Lérida influida por dos familiares: el insigne P. Francisco Palau, tío abuelo suyo, un carmelita descalzo exclaustrado por influjo de la intolerancia política, y su tía Rosa. Luego Teresa pasó un tiempo en Fraga. Con el título de maestra ejerció la docencia en la localidad barcelonesa de Argensola, donde la acompañó su hermana María. En ese tiempo la gente supo de su buen hacer profesional y de su piedad.

Palau pensó en ella para que formase parte del Instituto que estaba fundando con una vertiente dedicada a la enseñanza. Y, de hecho, colaboró dando clases en escuelas abiertas por él. Esta misión no cumplía sus expectativas, aunque se sentía llamada a la consagración. Por eso, en 1868 ingresó en el monasterio de clarisas de Briviesca, Burgos; su hermana Josefa se decantó por las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul uniéndose a ellas en Lérida. Debido a la grave situación ideológica que afectó a la Iglesia, las religiosas no podían emitir votos. En un compás de espera, confiando que las aguas volvieran a su cauce, Teresa enfermó en 1870, y a requerimiento de sus superiores que temían el contagio tuvo que abandonar el convento. Siguiendo las sugerencias del P. Palau aún se vinculó a las terciarias carmelitas, pero no veía que fuese su camino. Así que en otro intento de ayudarla, el carmelita la nombró visitadora para la Península y Baleares de los centros que ponía en marcha. Teresa continuó dando lo mejor de sí, sin establecer un compromiso religioso, hasta que en 1872 falleció el P. Palau.

Vuelta a Aytona latía en su corazón el interrogante que muchas veces pende sobre la mente de quienes se disponen a entregar su vida a Dios: ¿qué debía hacer? Lo ignoraba. La providencia puso en su camino al sacerdote Pedro Llacera, de Barbastro, Huesca, que estimaba al P. Palau. Él puso en antecedentes a la santa del afán apostólico en pro de los ancianos abandonados que alentaba otro presbítero, el P. Saturnino López Novoa, maestro de capilla de la catedral de Huesca. Teresa se unió a él pasando a formar parte del pequeño grupo que abanderaba la naciente fundación surgida el 3 de octubre de 1872. Al fin y al cabo había sido el signo de su vida; los pobres siempre hallaron en su casa paterna limosna y afecto, y ella se había ocupado de salir en busca de los mendigos por las calles para socorrerlos. Su hermana María y otra amiga de ambas, a las que convenció de la bondad de la entrega en esta obra, le siguieron en este camino. Teresa primeramente fue designada superiora con carácter provisional, y comenzó su fecunda andadura en el edificio conocido como «Pueyo», hasta que la fundación se estableció en Valencia en un lugar cercano al santuario de la Virgen de los Desamparados bajo cuyo amparo puso a todas las casas que se fueron abriendo. En 1874 enfermó de gravedad. No fue la única ocasión. Hubo otras en las que incluso se vio acechada por la muerte, pero siguió en pie recibiendo de vez en cuando tratamientos en balnearios, mientras extendía las ramas de la fundación.

En 1875 el arzobispo Mons. Barrio Fernández la confirmó como directora general. Su sucesor Mons. Antolín Monescillo la mantuvo en la misión. En 1887 fue elegida superiora general del nuevo Instituto, renovándose su mandato en 1896 por un periodo de nueve años que ya no pudo concluir. Pero en el cuarto de siglo que estuvo al frente de la obra dejó la impronta de su sencillez, alegría y humildad, así como de su gozosa capacidad de entrega, abnegación y sacrificio. Tomando como punto de referencia lo que sucede en el seno de una familia, no quiso que las llamasen «Madres», sino «Hermanitas», prestas a asistir y a desvelarse para dar respuesta a las necesidades y deseos de los auténticos reyes de la casa, de los «hermanos mayores»: los ancianos. Junto a ellos permaneció durante el asedio y bombardeo de Valencia, época en la que vivieron de la limosna, refugiadas en Alboraya, pero siempre junto a sus queridos ancianos que trasladaron en destartaladas carretas. «Dios en el corazón, la eternidad en el pensamiento, el mundo bajo los pies», dijo a sus hijas. Las formó a conciencia, sosteniendo los pilares de la auténtica consagración, hablando con claridad: «Fervorosas, sí, pero no de las que dejan el trabajo a las demás». Antes de morir en Liria el 26 de agosto de 1897, consumida por dolorosa enfermedad, esta caritativa mujer había advertido que no quería canonizaciones por el gasto que conlleva el proceso. Pero la providencia tiene sus caminos, y Teresa fue canonizada por Pablo VI el 27 de enero de 1974.

(26 de agosto de 2013) © Innovative Media Inc.

lunes, 25 de agosto de 2014

25 de agosto: Beata María del Tránsito de Jesús Sacramentado Cabanillas

Fundadora de la Congregación de las Hermanas Misioneras de la Tercera Orden de San Francisco de la Argentina

María del Tránsito Eugenia de los Dolores Cabanillas nació el día 15 de agosto de 1821 en la estancia de Santa Leocadia, actual Carlos Paz (Córdoba, Argentina). Su padre, Felipe Cabanillas Toranzo, descendía de una familia de Valencia (España) emigrada a Argentina durante la segunda mitad del siglo XVII y que logró reunir una cierta fortuna económica en su nuevo ambiente, pero que se distinguió sobre todo por su profunda religiosidad cristiana.

En 1816, el Sr. Felipe Cabanillas se unió en matrimonio con la joven Francisca Antonia Luján Sánchez, de la que tuvo once hijos. Tres fallecieron prematuramente, cuatro contrajeron matrimonio y los otros se consagraron a Dios: uno como sacerdote secular y tres como religiosas en diversos Institutos, continuando así una larga y gloriosa tradición familiar.

La Sierva de Dios era la tercer nacida de la familia. Bautizada por D. Mariano Aguilar el día 10 de enero de 1822 en la capilla de San Roque, le impusieron los nombres de Tránsito, es decir, María del Tránsito o María Asunción, y de Eugenia de los Dolores.Recibió el sacramento de la confirmación con cierto retraso, el día 4 de abril de 1936, dada la lejanía del centro diocesano.

Tras la primera educación familiar, María del Tránsito fue enviada a Córdoba, ciudad de nobles tradiciones culturales, con su famosa universidad del siglo XVII, fundada por el obispo franciscano Fernando Trejo y Sanabria, y los colegios de Santa Catalina (1613) y de Santa Teresa (1628). Desde 1840, al tiempo que seguía sus estudios, cuidó de su hermano menor, que estaba preparándose para el sacerdocio en el seminario de Nuestra Señora de Loreto de la citada ciudad de Córdoba.

En 1850, tras la muerte del Sr. Felipe Cabanillas, la familia entera se trasladó definitivamente a Córdoba, por lo que la Venerable María del Tránsito se estableció con su madre, su hermano, que fue ordenado sacerdote en 1853, sus hermanas y cinco primas huérfanas en una casita situada cerca de la iglesia de San Roque. María del Tránsito se distinguió por su piedad, sobre todo hacia la Eucaristía, llevó a cabo una intensa actividad como catequista e hizo muchas obras de misericordia, visitando frecuentemente a los pobres y a los enfermos en compañía de su prima Rosario.

Después del fallecimiento de su madre (13 de abril de 1858), la Sierva de Dios ingresó en la Tercera Orden Franciscana e intensificó su vida de oración y de penitencia, dirigida espiritualmente por el Padre Buenaventura Rizo Patrón, franciscano, que sería ordenado obispo de Salta en 1862. Pero ella anhelaba consagrarse a Dios por entero. Por eso, en 1859, con ocasión de su profesión en la TOF, emitió el voto de virginidad perpetua y empezó a pensar en la fundación de un Instituto para la instrucción cristiana de la infancia pobre y abandonada.

En 1871 entró en contacto con la Sra. Isidora Ponce de León, que se interesaba vivamente por la erección de un monasterio de carmelitas en Buenos Aires.Al año siguiente, María del Tránsito la siguió hasta Buenos Aires e ingresó en el monasterio el 19 de marzo de 1873, el mismo día en que fue inaugurado. Pero su compromiso ascético se reveló superior a sus fuerzas físicas, cayó enferma y, por razones de salud, tuvo que abandonar la clausura en abril de 1874. En septiembre de aquel mismo año, creyéndose suficientemente recuperada, ingresó en el convento de las religiosas de la Visitación de Montevideo, pero también allí cayó enferma pocos meses des- pués.

La Sierva de Dios acepta todo con admirable resignación, abandonándose cada vez con más confianza en las manos de la Divina Providencia. Contemporáneamente, vuelve a emerger su idea de una fundación educativa y asistencial al servicio de la infancia. Varios franciscanos la alientan a ello y D. Agustín Garzón le ofrece una casa y su colaboración y la pone en contacto con el P. Ciríaco Porreca, OFM, de Río Cuarto.

El día 8 de diciembre de 1878, obtenida la aprobación eclesiás- tica de su proyecto de fundación y de las constituciones y después de unos ejercicios espirituales predicados por el P. Porreca, María del Tránsito Cabanillas, en compañía de sus dos compañeras Teresa Fronteras y Brígida Moyano, pone en marcha la Congregación de las Hermanas Terciarias Misioneras Franciscanas de la Argentina. A petición de la Fundadora, el P. Ciríaco Porreca, OFM, es nombrado director del Instituto. El 2 de febrero de 1879 María del Tránsito Cabanillas y sus dos primeras compañeras emiten la profesión religiosa y el día 27 de aquel mismo mes y año escriben al P. Bernardino de Portogruaro, Ministro general de la Orden de Frailes Menores, solicitándole la agregación de su Instituto a la Orden Franciscana. El P. Bernardino de Portogruaro les responde afirmativamente el día 28 de enero de 1880.

La nueva Congregación tuvo inmediatamente una floración de vocaciones, de manera que todavía en vida de la Fundadora se inauguró el colegio de Santa Margarita de Cortona en San Vicente, así como el del Carmen en Río Cuarto y el de la Inmaculada Concepción en Villa Nueva.

La Sierva de Dios guiaba el floreciente Instituto con admirable sabiduría, pero sus fuerzas físicas iban cediendo gradualmente a las fatigas de cada día y a los rigores ascéticos. El 25 de agosto de 1885 moría santamente, como había vivido durante toda su vida, dejando en herencia heroicos ejemplos de humildad y de caridad al servicio sobre todo de la infancia, de los pobres, de los enfermos y de sus hermanas.En su currículo espiritual deben subrayarse sobre todo la prudencia, la paciencia, la fortaleza de ánimo para afrontar las múltiples pruebas de la vida, su asidua actividad enseñando el catecismo y atendiendo a la infancia abandonada, su amor a la pureza y la confianza en la Divina Providencia, que le respondía con frecuencia con signos sorprendentes.

Como Fundadora, la Sierva de Dios supo infundir en sus hijas el espíritu sobrenatural, la generosidad, el amor a la infancia, el espíritu de penitencia y de mortificación.

Su Santidad Juan Pablo II declaró la heroicidad de las virtudes de la Sierva de Dios el día 28 de junio de 1999.

(fuente: www.vatican.va)

domingo, 24 de agosto de 2014

24 de agosto: Santa María Micaela del Santísimo Sacramento

«Frente a la crítica de una sociedad hipócrita que ignoraba a la mujer prostituida, esta aristócrata, enamorada de Cristo, acogió a las jóvenes que entraron en ese oscuro mundo. Es fundadora de las Adoratrices del Santísimo Sacramento y de la Caridad»

Madrid, 24 de agosto de 2013 (Zenit.org) Micaela Desmaissières y López de Dicastillo, vizcondesa de Jorbalán, fue señalada por Dios para dedicarse por entero a la educación de niñas, y a la restauración de mujeres caídas en las redes de la prostitución, abandonando las prebendas de su noble ascendencia. Vino al mundo en Madrid el 1 de enero de 1809. Y de acorde a su gran posición económica y social, se formó en el colegio de las ursulinas de Pau, Francia; su madre añadió la enseñanza de tareas prácticas y útiles para la vida cotidiana.

Hasta la muerte de su padre, que la obligó a regresar a España, e incluso después de ésta, no parecía estar abocada a la consagración. Su madre le había transmitido su piedad, experimentaba una devoción por la Eucaristía, pero no la llamada a una vocación. Era una mujer de impactante personalidad, distinguida, alegre, enérgica, conciliadora, buena conversadora, con altas dotes organizativas. Se ocupaba de las necesidades ajenas en constantes actos de caridad implicando en ellos a personas de su alcurnia; acogía en su casa a niñas pobres y atendía a los enfermos. No descartaba el matrimonio. De hecho, entre otros enamoramientos, uno se estableció más firmemente en su corazón ya que fue novia durante tres años del hijo de un marqués. Pero una serie de desgracias encadenadas le indujeron a romper su compromiso: la muerte de su padre y de un hermano, la grave enfermedad de una hermana y destierro de otra… En 1841 al perder a su madre, eligió como tal a la Virgen. Es decir que en su vida se manifestaban dos vías que aunque divergentes entre si no dejaban fuera de juego la llama del amor divino.

Tanto en Madrid como en París y Bruselas iba quedando el rastro de su caridad con los desfavorecidos. Al tiempo prodigaba su presencia en convites, paseos, teatro, tertulias, baile, etc. Generalmente aceptaba los compromisos para complacer a su familia, pero tampoco le disgustaban del todo. Hallándose en París en 1846 se sumergió en ese mundo de oropeles y vanidades; por algo lo denominó «año perdido». Tenía carácter, y un pronto fuerte la dominaba. No escondía sus apegos, como el que tuvo a su caballo, pero se esforzaba en luchar contra sus tendencias sin escatimar sacrificios, y no tardarían en irse viendo los frutos.

En 1847 tras unos ejercicios espirituales efectuados a instancias del que fuera confesor de su madre, el jesuita P. Carasa, se sintió llamada a cumplir la voluntad de Dios. Comenzó a dedicar a la oración entre cinco y siete horas diarias movida por afán de penitencia. No pudiendo eludir su participación en eventos sociales, rogaba a Dios que la preservase en ellos de cualquier pecado, aunque fuese venial. Debajo de elegantes vestiduras ocultaba cilicios. A finales de ese año todavía vestía ricamente. Al confesarse el sacerdote percibió el crujido de las prendas que llevaba: «Viene usted demasiado hueca a pedir perdón a Dios», le dijo. «Son las sayas», respondió. «Pues, quíteselas usted». Se vistió como un adefesio, tanto que el presbítero le instó a no llegar a ese extremo; únicamente debía limitarse a vestir sin estridencias. En 1848, el P. Carasa fue el detonante de otra experiencia que marcaría su vida. Le presentó a una persona de su confianza, María Ignacia Rico de Grande, quien la llevó de visita al hospital de San Juan de Dios. Allí se fijó consternada en la cantidad de jóvenes que ejercían la prostitución, a la que habían llegado por distintos motivos. Tuvo que vencer la repugnancia que sentía ante las huellas que el ejercicio de esa actividad había dejado en sus cuerpos macerados. Supo que si terrible era su estado físico, no lo era menos la soledad y desamparo que les esperaba al salir del hospital en una sociedad, que si bien las había empujado por ese camino arrancándoles su honor y dignidad, después les daba cruelmente la espalda. De modo que abrió una casa para las pobres descarriadas que fue recogiendo.

En 1850 se fue a vivir con ellas. La noticia fue un azote para los círculos en los que se movía. Le cerraron las puertas, fue vituperada, incomprendida, calumniada, no solo por los que formaban parte del selecto ambiente al que pertenecía; también fue criticada y perseguida por miembros de la Iglesia. Hasta le retiraron el permiso para tener el Santísimo Sacramento, clave de su vida y quehacer. Algunas de las muchachas que había acogido y otras personas la acusaron sin fundamento, dando alas a murmuraciones y chismes diversos. El P. Carasa le negó el saludo. No se defendió; se limitó a orar y a dar gracias a Dios. Fue amenazada por algunos proxenetas, e incluso querían darle muerte. Nada la detuvo. Vendió las joyas heredadas a menor costo de lo que valían, se desprendió de su caballo, pidió limosna, y no se le cayeron los anillos, como suele decirse, para sacar adelante su obra. En 1854 recibió ayuda económica de la beneficencia. Dos años más tarde, con el apoyo y consejo de san Antonio María Claret, nació la fundación y tomó el nombre de Madre Sacramento. Puso en sus casas esta consigna: «Mi providencia y tu fe mantendrán la casa en pie». El P. Claret la ayudó en lo concerniente a las constituciones y bajo su amparo creció progresivamente su vida espiritual; otros directores espirituales anteriores no la habían comprendido. Emitió sus primeros votos en 1859, y comenzó la expansión de la obra en medio de muchas dificultades externas e internas. «Dudo yo que haya superiora ni más acusada, ni más calumniada, ni más reconvenida», reconoció. En junio de 1860 profesó los votos perpetuos. Cuando el cólera asaltó de nuevo a España en 1865 se hallaba en Valencia, y tuvo la impresión de que podía llegarle su hora. Había ido, como en otras ocasiones, a asistir y consolar a los que contrajeron la enfermedad en epidemias similares. Entonces salió indemne, pero ese año la enfermedad se cebó también en ella causándole la muerte el 24 de agosto. Pío XI la beatificó el 7 de julio de 1925 y la canonizó el 4 de marzo de 1934.

(24 de agosto de 2013) © Innovative Media Inc.

sábado, 23 de agosto de 2014

23 de agosto: Santa Tidfil

Patrona de Merthyr

Se sabe que esta santa fue del País de Gales. Llevada por la transparencia que siempre da el Evangelio a quien se deja llevar por la vida que encierra, escala la santidad. Es lo que le ocurrió a Tidfil.

Es la patrona de Merthyr (Mid Glamorgan). En este bello y pintoresco lugar, se encuentran sus restos. El pueblo apenas ella murió, allá por el año 480, comenzó de inmediato a darle culto, a venerarla como una santa mártir.

La leyenda dice que era hija de Brycham. Llevaba una vida apostólica ejemplar y digna de una profunda discípula de Jesucristo. Todo lo que no fuera la figura del Señor, lo consideraba como algo vano y sin ninguna importancia.

Dada su entrega al apostolado y su dedicación a misionar entre los habitantes de su región, los paganos – que eran abundantes – veían con malos ojos que esta chica se dedicara a hablar del Dios verdadero y tuviera en menosprecio los dioses a los que ellos le tributaban el culto debido.

Irritados hasta más no poder, tomaron la decisión de acabar con su vida. Y efectivamente, uno de ellos le dio muerte de forma brutal y salvaje.

La enterraron en el lugar de donde es patrona. Se dice y se cuenta que fueron los paganos británicos quienes la llevaron al cielo. No hay muchos datos de ella, pero lo cierto es su fiesta se celebra hoy.

¡Felicidades a quien lleve este nombre!

Comentarios al P. Felipe Santos: fsantossdb@hotmail.com
(fuente: catholic.net)

viernes, 22 de agosto de 2014

22 de agosto: Beato Bernardo de Ofida

Capuchino del siglo XVII

Martirologio Romano: En Ofida, en el Piceno, de Italia, beato Bernardo (Domingo) Peroni, religioso de la orden de los Hermanos Menores Capuchinos, célebre por su sencillez de corazón, inocencia de vida y su admirable caridad para con los pobres (1694).

Hermano profeso capuchino, admirable ejemplo de caridad evangélica y de atrayente simplicidad, gran devoto de la Virgen. Ya de joven, cuando trabajaba en el campo y pastoreaba, era notable su espíritu de oración y de penitencia. En el convento ejerció diversos oficios: enfermero, portero, limosnero..., en los que realizó a la vez un eficaz apostolado popular con el ejemplo y la palabra, por la bondad y espiritual unción que lo animaban.

En los claustros de casi todos los conventos capuchinos nos hemos detenido muchas veces ante un cuadro imponente y severo: un fraile decrépito, malhumorado, con unas barbas enormes que le caen hasta la cintura, sosteniendo una calavera en la mano izquierda y apoyando en la otra la majestuosa cabeza calva; los ojos semicerrados, el color pálido, los dedos como manojos de sarmientos secos, el hábito de mil colores descoloridos; al frente, un crucifijo de fiera mirada, y sobre una mesa, disciplinas y cilicios de alambres puntiagudos. Las únicas notas simpáticas de ese cuadro son una vara de azucenas frescas y el pedacito de cielo azulino que se recorta en la ventana.

Tal es la estampa tradicional y terrorífica del más amable y candoroso de los hombres, del Beato Bernardo de Offida. Nos parece que los pintores de esos cuadros han manejado unos pinceles demasiado tétricos, que no corresponden a la realidad encantadora del modelo. El Beato Bernardo no es un fantasma para espantar a los espíritus tímidos, sino un admirable ejemplo de caridad evangélica y de atrayente simplicidad, que debiera tener entusiastas devotos entre los niños, los pobres y los enfermos.

Todo es poético en la vida de este capuchino: su infancia graciosa en el campo, su austeridad monástica aureolada de amor, su vejez risueña con noventa años a la espalda.

* * *

Su pueblo natal es Offida, en la Marca de Ancona (Italia), cuna de la Reforma Capuchina. Nace en 1604, el mismo año en que muere su coterráneo San Serafín de Montegranario, lego capuchino, cuya vida será para el Beato Bernardo un modelo que tratará de copiar con absoluta exactitud.

La infancia del Beato Bernardo es parecida a la de muchos santos: cuidar las ovejas, rezar entre los árboles, dibujar anagramas de Jesús y María, pensar en el cielo más que en la tierra, ayunar y disciplinarse.

Se llama Domingo Peroni y es hijo de padres labradores y cristianos. La familia posee una pequeña grey de veinte o treinta ovejas, un pedazo de terreno y una casita pobrísima, donde se cuelan libremente los vientos, la lluvia o el sol, según lo disponga la divida Providencia.

Nuestro santo creció en este hogar pacífico, respirando una atmósfera sana de piedad y de pureza. Se dice que las primeras palabras que balbucieron sus labios fueron los nombres de Jesús y de María, dichos espontáneamente, sin esfuerzo, como los primeros gorjeos de un pajarillo en su nido.

Se adivinaba en su rostro vivaz una inteligencia ágil y una memoria feliz; pero todas estas aptitudes se consagrarán solamente al servicio de la virtud, porque Domingo Peroni no cursará estudios, ni recorrerá universidades, ni leerá gruesos infolios en todos los días de su vida. Sólo las breves páginas del catecismo le bastarán para aprender la ciencia de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo; y en estas virtudes llegará a ser maestro y modelo incomparable.

El niño Domingo es de naturaleza robusta, no tiene miedo a los trabajos más fuertes, y va creciendo rápidamente, gracias a su buen apetito y al constante ejercicio corporal. A los doce años, ya parece un hombre; y sus padres están orgullosos, tanto de su férrea salud como de su piedad extraordinaria. El muchacho, al frente de su rebaño, sale por los campos y no vuelve a casa hasta la noche; en las fértiles praderas, teniendo por testigos a los ángeles, reza sin descanso, medita en la Pasión de Cristo, llora la ingratitud de los pecadores, habla con una estampa de la Virgen; y más de una vez se le ha visto en actitud extática, rodeado de las ovejas que le acompañan con sus balidos, hablando misteriosas palabras con la Reina de su corazón que, invisible para los demás, parece se deja ver del pastorcillo y de su pequeño y blanco rebaño.

Poco a poco, Domingo fue adelantando en la virtud y en la destreza para el trabajo; y su padre le confió una tarea difícil y peligrosa: el cuidado de unos novillos furiosos que arremetían a todo el que se ponía por delante. Nuestro amigo salió al campo con los indómitos animales, y a los pocos momentos, los novillos, amansados por la virtud y por la voz dulcísima de su dueño, triscaban juguetones a sus pies y pacían tranquilamente entre las ovejas.

Este hecho extraordinario enseñó al joven una lección que había de practicar durante toda su larga vida: el dominio de las pasiones bajo el imperio de una voluntad enérgica, sostenida por la gracia de Dios. En el mismo día, con santa decisión, se declaró una guerra tenaz, refrenó su amor propio y, según la expresión de San Pablo, «castigó su cuerpo y lo redujo a servidumbre».

La virtud de Domingo Peroni, madura y varonil, conocía también todos los encantos de la amistad y de la dulzura. Los jóvenes del pueblo veían en él un compañero excelente, de paciencia ilimitada, y sabían que su ingenio y su caridad estaban siempre al servicio de todos los pobres de la comarca. Domingo sabía dar los consejos más oportunos y delicados, las limosnas más abundantes y el ejemplo más acabado de todas las virtudes.

Pero no todo es poesía en esta vida de caridad; también hay rayos y truenos cuando es necesario. La murmuración, los chistes procaces, la blasfemia y las riñas tienen en Domingo Peroni un terrible enemigo que no vacila en hacer uso de sus pesados puños cuando la ocasión lo pide; y los jóvenes de Offida saben que, por cualquiera de estos desmanes, se exponen a recibir una bofetada, o por lo menos una reprimenda, que no dejan ganas de repetir la hazaña.

Nuestro robusto y simpático jayán, de tan temible bravura ante el desenfreno, es respetado y querido unánimemente en la ciudad; sus ejemplos se imitan, sus palabras se reciben como dichas por un santo, y hasta sus cóleras y rabietas tienen el prestigio de una voluntad de oro. Domingo es, además, un modelo de piedad cristiana, sin alardes sin hipocresías: comulga todos los días de fiesta en la iglesia de los capuchinos, aunque para ello tenga que permanecer en ayunas hasta la tarde; hace diariamente un buen rato de meditación, vive de continuo con el pensamiento elevado en Dios, y apenas habla sino cosas espirituales y divinas.

Los capuchinos de Offida, silenciosos y recogidos, se llenan de alborozo cuando Domingo entra en los claustros para charlar unos minutos sobre la vida espiritual. Se le quedan pasmados cuando le oyen decir que su sueño dorado sería vivir y morir en un convento como aquél, y que pide todos los días a la Virgen esta gracia singular. Los buenos frailes le explican la regla de San Francisco, su vida, su amable y poética santidad; le hablan de los famosos capuchinos que se han distinguido por su virtud; le entusiasman contándole anécdotas de fray Serafín de Montegranario, a quien casi todos han conocido, y de fray Félix de Cantalicio, el primer santo de la Orden, que había sido beatificado por aquellos días; traen a colación las aventuras del padre José de Leonisa, del padre Lorenzo de Brindis y del mártir alemán Fidel de Sigmaringa, todos los cuales acaban de morir hace unos pocos años; y poco a poco el joven queda cautivo en las redes de la admiración y en una especie de santa envidia.

No, él no será sabio, ni predicador, ni misionero, ni literato, como ese padre Brindis que iluminó a toda Europa con su talento; ni recorrerá los campos y ciudades arrastrando multitudes frenéticas con la fuerza de la oratoria; pero santificarse calladamente en un convento, ser humilde como el santo hermanito de Cantalicio y caritativo y fervoroso corno el buen fray Serafín, eso sí que le gustaría, y lo hará con el favor de Dios y de la Virgen. Para eso no se necesita saber teología ni matemáticas; basta un corazón puro y muchos deseos de amar a Dios...

* * *

Y una mañana de febrero, fría y nevada, el joven Peroni llegó al noviciado de Corinaldo para hacerse capuchino. El hábito pobrecito que le dieron le pareció de seda; las sandalias ásperas y durísimas se ajustaban perfectamente a sus pies; y su nuevo nombre, fray Bernardo de Offida, será muy hermoso si consigue adornarlo con la humildad y con todas las virtudes propias de su estado.

¿Para qué quería él muchos libros en la celda? Ya tenía más que suficientes: el crucifijo le hablaba elocuentemente de obediencia, de amor y de pobreza; las estampas de la Inmaculada le enseñaban castidad; los religiosos le daban ejemplo de vida abnegada; y en los claustros había unos cuadros viejos y apolillados con las figuras de San Francisco de Asís y de otros santos franciscanos. Además, el padre Maestro, en sus pláticas a los novicios, contaba cosas muy bellas del Beato Félix y ejemplos encantadores de fray Serafín. Con todo ese caudal de conocimientos, fray Bernardo tendrá pasto abundante para su alma, y podrá santificarse si no se deja dominar por la pereza o por la cobardía.

Y empezó a trabajar con tal ahínco y con tales deseos de perfección, que por espacio de sesenta y ocho años no se detuvo un momento en el camino comenzado. Él no quería una santidad a medias, aquí caigo y allí me levanto; no podía vivir en una cómoda tibieza, porque, como dicen, «el agua estancada fácilmente se corrompe»; quería la impetuosidad arrolladora de los torrentes que no se detienen ante ningún obstáculo hasta que se sumergen en el mar.

La vida de fray Bernardo es, en efecto, como un río caudaloso, de curso largo y rectilíneo, de influencia bienhechora por dondequiera que pasa, alegre, fecundo, lleno de gracia y de majestad.

Ya en el noviciado, en ese año que es fundamental y decisivo en la vida religiosa, fray Bernardo dio pruebas patentes de lo que había de ser en su vida futura. Rígido asceta y místico admirable, la aspereza de la vida capuchina se adaptaba de manera especial a su naturaleza y a sus ambiciones espirituales. Fray Bernardo hallaba una delicia extraordinaria en la penosa costumbre capuchina de interrumpir el sueño a medianoche para rezar los maitines: costumbre inventada por el amor, que siempre está en vela. A las doce en punto, cuando el mundo profano duerme, cuando el pensamiento de los hombres está alejado de Dios, las almas delicadas deben sentir un placer misterioso al oír que un coro de voces viriles y solemnes entona aquellas palabras de súplica: «Señor, ábreme los labios, y mi boca proclamará tu alabanza». Fray Bernardo no espera a que la bulliciosa matraca recorra los claustros despertando a los frailes; mucho antes de las doce, ya está él en un rincón de la iglesia, esperando el concierto de bendiciones que resonará potente en todos los ámbitos del templo. Y durante todo el oficio, lo mismo en invierno que en verano, se le ve inmóvil, a veces tiritando de frío, siempre ardiendo de amor; y allí continúa largas horas, como saboreando las últimas palabras de la oración nocturna.

* * *

Después de la profesión, el alma de fray Bernardo no hizo otra cosa que cumplir al pie de la letra el programa del noviciado. Vivió en los conventos de Camerino, Áscoli, Fermo, Offida y otros; conoció y practicó todos los oficios de su estado; y siempre sus pensamientos eran rectos, sin doblez, anhelando la santidad como la conquista de un tesoro, alegre en los trabajos, riguroso en las penitencias, afable en las conversaciones, efusivo en la oración y caritativo hasta el heroísmo con grandes y pequeños.

Era devoto de los trabajos más humildes y de menos brillo, en los cuales podía ejercitar sus deseos de ser despreciado y de pasar inadvertido por el mundo. Luego veremos que no consiguió lo que quería, sino precisamente todo lo contrario.

No se parece a San Serafín de Montegranario que tan poca maña se daba para los quehaceres y oficios; fray Bernardo es diestro de manos y vivo de inteligencia, tiene el huerto como un jardín, la cocina como un salón, la portería como un altar y en la enfermería parece que le ayudaran los mismos ángeles. Pero todo eso dentro de un culto estricto a la santa pobreza capuchina.

Para los enfermos tiene manos y corazón de madre: nadie prepara las medicinas como él; nadie le aventaja en curar heridas y calmar dolores; los caldos y sopas que él hace se comen como si fueran hechos en el cielo; pero mejor que todo eso es su presencia junto al lecho de los pacientes, su rostro simpático, sus palabras optimistas, la agilidad de sus movimientos, y el verle siempre solícito, sin descansar un minuto de día ni de noche, para que los enfermos vivan alegres en medio de sus dolores.

Con el permiso del superior, fray Bernardo guarda unas botellas de excelente vino para los enfermos, vino «para casos reservados», como él dice; y con ese licor consigue reanimar a los más débiles; y a uno de sus confesores, que se burlaba maliciosamente de aquel «vino reservado», fray Bernardo le da un traguito y le devuelve instantáneamente la salud perdida.

En la enfermería es el propagandista de la devoción al nuevo Beato fray Félix de Cantalicio, aplica a las llagas y a los padecimientos más rebeldes el aceite de la lámpara de su altar, con excelente resultado, y no se cansa de encomendar al Beato Félix la salud de todos los religiosos. Esas aplicaciones de aceite producen con frecuencia la curación milagrosa y súbita; pero el humildísimo fray Bernardo lo atribuye todo a la intercesión de fray Félix, que es un admirable curandero cuando se le pide la salud con mucha fe y devota confianza.

Un día se presentó a fray Bernardo una buena mujer trayendo en brazos a un hijito moribundo. Postrándose de rodillas ante el humilde fraile, le rogaba que tuviese compasión de su angustia y que salvara al enfermito. Aún estaba hablando la madre, cuando el niño, dando un débil quejido, murió. La mujer, enloquecida por el dolor, agarró a fray Bernardo por el hábito y le aseguró que no le soltaría hasta que devolviera la vida al pequeño. Fray Bernardo pugnaba por desasirse, mas la mujer no aflojaba; en tan grave aprieto, el capuchino dirigió sus ojos a un cuadro del Beato Félix y le dijo: «Mi querido fray Félix: éste es el momento en que debes asistirme». Después, tomando la manecita del cadáver y bendiciéndolo, se lo devolvió vivo y sano a la importuna mujer.

Cuando los enfermos eran sacerdotes, las manos de fray Bernardo parecían más suaves, corno si tocaran un cáliz sagrado y precioso; les hacía una inclinación reverente antes de aplicarles los medicamentos y, si era posible, trabajaba de rodillas.

Para los pobres fray Bernardo es un protector, un hermano y un padre: les da abundantes limosnas, separando de su propia comida la porción más apetitosa; pide de puerta en puerta no sólo para los religiosos, sino también para las familias desvalidas; multiplica milagrosamente el pan y otros alimentos, y con ellos socorre a una multitud de mendigos que se agolpan a las puertas del convento. A unos albañiles que trabajan en una casa cercana, les ve sudorosos bajo un sol de justicia y les manda un cántaro de agua fresca para que puedan trabajar sin molestias; pero en el trayecto el agua se convierte en vino generoso que alegra y conforta a los sedientos operarios.

A fray Bernardo se le parte el corazón de pena por no poder remediar todas las necesidades, y ha decidido pedir al padre Guardián un rincón del huerto para cultivar legumbres y plantas medicinales en beneficio exclusivo de los pobres. Al principio todo va bien: el jardincillo de fray Bernardo es el granero milagroso de la caridad. Pero, a los pocos días, el hermano hortelano se llena de envidia por el éxito del santo, y consigue del superior el permiso para terminar con aquel abuso: pasa el arado en todas las direcciones y arranca todas las plantas, dejando el terreno de fray Bernardo sin una brinza y sin una flor. Nuestro santo mira aquellos destrozos sin perder la paciencia; sube a la celda del padre Guardián y vuelve a pedirle su bendición para cultivar el pedacito de huerto. Obtenida la licencia, baja sonriente al jardín, planta de nuevo las hierbas medicinales y las legumbres que estaban amontonadas y secas; y antes de una hora, el huertecito de los pobres se ve frondoso y lleno de vida, como si nada hubiera sucedido. El hermano hortelano, testigo del prodigio, no volverá a molestar a fray Bernardo, y aun le ayudará muy contento siempre que el santo se lo pida.

* * *

Fray Bernardo fue adquiriendo, muy a su pesar, una fama extraordinaria de taumaturgo y de profeta. Sólo él podía decir con certidumbre dónde se encontraría un animal extraviado, cuándo sanaría o moriría un enfermo, cuándo se arrepentiría un pecador; sólo él podía dar consejos a los recalcitrantes, resolver las dudas de los doctos, hacer que prosperase un negocio difícil.

El señor obispo de la diócesis viene con frecuencia hasta la celda del lego capuchino y se sienta en las tablas desnudas de la cama, porque fray Bernardo no tiene una mala silla que ofrecerle. Allí el sabio prelado habla con el lego, que le escucha de rodillas; se discuten los asuntos de la curia y se toman resoluciones disciplinarias para el buen gobierno del clero, se proponen altas cuestiones de teología dogmática y moral; y fray Bernardo, siempre inspirado por Dios, dice tales cosas y con tan prodigiosa sabiduría, que el señor obispo no puede prescindir de sus luces y de sus consejos.

Fray Bernardo vive absorto, embebido en Dios. Se le conoce en el rostro, que pálido y amarillo de ordinario, al sonar la campana para la oración se le enciende y hermosea con una luz de felicidad; se ve su fervor en aquellas jaculatorias que dice en voz alta, en la portería, en los claustros, en las calles de la ciudad y en las casas de sus amigos, jaculatorias que se le escapan y saltan sin poderlo remediar, como chispas de una hoguera, y que hacen un bien indecible a todos los que las oyen. Unas veces son actos de amor a Dios o saludos a la Virgen María, otras veces son suspiros amargos en presencia de un pecador, o anhelos de mayor perfección, o reproches de humildad contra sí mismo.

Por donde quiera que pasa, va esparciendo «el buen olor de Cristo», perfume que tiene una eficacia de apostolado. Cuando está de portero, nadie se marcha sin un consejo o sin una palabra consoladora; a los pobres, antes de darles la limosna, les hace rezar ante una imagen de María y prometerle portarse como buenos cristianos; a los niños, primero les enseña el catecismo, y después les da frutas, golosinas y medallas.

Todo el mundo le quiere y le reverencia; no puede salir a la calle sin que el pueblo corra tras él, aclamándole y pidiéndole su bendición. Éste es el gran martirio de fray Bernardo, y los superiores, accediendo a sus deseos, le prohíben salir del convento para que la gente le deje en paz. Júzganse dichosos los que pueden conseguir de él una oración o un recuerdo; y se cuenta que hasta de Alemania y Francia le han llegado cartas de personajes importantes pidiéndole el auxilio de su intercesión.

Los pecadores no resisten mucho tiempo a las dulces reconvenciones del siervo de Dios; generalmente basta una palabra dicha con esa fuerza de persuasión que le es propia, para que los más duros de corazón se postren a sus pies y le prometan corregirse.

Con mucha razón dice el obispo que fray Bernardo, con su ejemplo y con sus palabras humildes, hace más provecho en las almas que todos los misioneros de la diócesis.

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La figura clásica del Beato Bernardo es la de su vejez venerable, al acercarse a los noventa años. De alta y corpulenta estatura, se mueve pausadamente, pero sin tropiezos ni fatigas; tiene una hermosa cabeza calva coronada de cabellos blanquísimos; blanca también y majestuosa la barba, como la del Moisés de Miguel Ángel, que describió un excelso poeta: «...y la barba larguísima, ondulante, / desciende semejante / a las cascadas que formó el diluvio».

Sus manos son fuertes, grandes y duras, y están esculpidas prolijamente con relieves de nervios y venas; los pies le desbordan de las sandalias, y se ven agrietados por los surcos profundos que hicieron el frío y el mucho caminar; la piel del rostro es un pergamino amarillento, curtido por los años; los ojillos hundidos, vivaces, como dos estrellitas; la sonrisa perenne en los labios descoloridos.

Es un anciano que no infunde temor, sino cariño y simpatía; juega con los gatos de la cocina y con los niños que vienen a visitarle; tiene siempre y para todos una palabra edificante y oportuna; es una reliquia preciosa que los religiosos quisieran conservar por tiempo indefinido.

Es un encanto verle cuando está en oración, o cuando ayuda a las misas, o cuando comulga; y es una pena indecible oírle cuando se azota con las disciplinas, ver los cilicios monstruosos que le llenan el cuerpo de llagas, y saber que todos los días ayuna con exagerado rigor, como si tuviera mucha prisa por dejar este mundo y subir al cielo. Y en efecto, los frailes le han visto muchas veces en la iglesia elevado en los aires, con los ojos luminosos y fijos en la altura, como escapándose de la tierra en un salto prodigioso de su amor anhelante. Ya nadie se puede hacer ilusiones; fray Bernardo se morirá el día menos pensado; es el fruto maduro que se desprenderá del árbol sin esfuerzo.

Un golpe repentino y gravísimo vino a aumentar los temores de todos: el santo anciano cayó en cama, abatido por la parálisis. Aun pudo levantarse algunos días y bajar a la iglesia; y fue maravilla ver al perfecto religioso, sin querer eximirse de ninguna obligación de la vida común, obedeciendo prontamente como en sus días de novicio.

Rápidamente corrió por la ciudad de Offida la triste noticia de la enfermedad de fray Bernardo; y comenzó a desfilar por el convento la interminable procesión de todos sus amigos que querían verle por última vez. Los obispos, los magistrados, los nobles y ricos caballeros, se confundían con la gente del pueblo; y el anciano moribundo, con todas sus facultades en plena lucidez, daba a uno un consejo, a otros una palabra de agradecimiento o un saludo amistoso.

El santo Viático le sorprendió en uno de sus largos éxtasis de amor. Al volver en sí, llamó al padre Guardián y le dijo: «Padre, por amor de Dios, déme su santa bendición para ir al cielo». Los religiosos que rodeaban el lecho rompieron en sollozos, y el superior contestó con suprema emoción: «Fray Bernardo, no te daré la licencia que pides, si antes no nos bendices a todos los presentes». El anciano se incorporó levemente y trazó la señal de la cruz con el crucifijo que tenía en sus manos. Después él mismo recibió la bendición del padre Guardián, murmuró una palabra de gratitud y expiró plácidamente.

Era el día 22 de agosto de 1694, octava de la Asunción de María a los cielos. Tenía casi noventa años de edad y había pasado sesenta y ocho en la Orden Capuchina. El cadáver fue custodiado por hombres armados durante tres días y tres noches, para evitar que los ciudadanos de Áscoli, entusiastas admiradores del siervo de Dios, robaran los sagrados despojos. Su sepulcro, en la iglesia de los capuchinos de Offida, ha sido hasta el día de hoy un lugar de peregrinaciones continuas y de milagros incesantes.

Fue beatificado por el papa Pío VI el 25 de mayo de 1795.

(fuentes: www.franciscanos.org; es.catholic.net)
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