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viernes, 31 de octubre de 2014

31 de octubre: Beata María Purísima de la Cruz Salvat y Romero

Religiosa

Martirologio Romano: En Sevilla, España, Beata María Purísima de la Cruz (en el siglo Isabel Salvat y Romero), quien fuera superiora general de la congregación de las hermanas de la Compañía de la Cruz. († 1998)

Fecha de beatificación: 18 de septiembre de 2010, durante el pontificado de S.S. Benedicto XVI. La Sierva de Dios nació el 20 de febrero de 1926 en Madrid en el seno de una familia acomodada. Al día siguiente, fue llevada a la fuente bautismal en la parroquia de Nuestra Señora de la Concepción, recibiendo el nombre de María Isabel. En su ambiente familiar, fuertemente motivado en sentido religioso, junto con la primera educación asimiló también los valores cristianos, que profundizó con creciente conocimiento frecuentando desde niña el colegio madrileño de la Virgen María, gestionado por las Religiosas Irlandesas. En el ámbito de su itinerario formativo, recibió la Primera Comunión, la Confirmación y completó el currículo normal de los estudios. En el 1936, al estallar la guerra civil, la familia se trasladó a Portugal; pero, después de dos años, regresó a la patria, escogiendo como residencia, en un primer momento, la ciudad vasca de San Sebastián y luego nuevamente Madrid.

A lo largo de estos años Maria Isabel fue madurando en todas las cualidades personales y culturales para poder proyectar una vida social llena de satisfacciones, revalorizada posteriormente por su procedencia alto burguesa. Ella, sin embargo, comenzó a percibir con mucha claridad la vocación a la vida religiosa, de manera que, una vez presentada la solicitud, en el 1944 fue acogida como postulante en el Instituto de las Hermanas de la Compañía de la Cruz de Sevilla. Al año siguiente recibió el hábito religioso, asumiendo el nombre de Sor María de la Purísima de la Cruz, y fue admitida al noviciado.

Ya durante este periodo de formación, la Sierva de Dios se distinguió por su compromiso, espíritu de sacrificio y ejemplaridad. De modo particular se manifiestan en ella, con admirable sencillez, el amor a la pobreza, un comportamiento humilde y un espíritu de obediencia desinteresada y convencida. En el 1947 emitió los votos temporales. Reconociendo en ella la preparación humana y espiritual, a la joven hermana se le confió la dirección del colegio de Lopera, cerca de Jaén, compromiso al que siguieron otros cargos de responsabilidad en Valladolid y Estepa. En 1966 fue llamada a la Casa Madre de Sevilla, primero como auxiliar del Noviciado, luego como Maestra de novicias. Dos años más tarde fue nombrada Provincial, luego Consejera General, después aún Superiora de la comunidad de Villanueva del Río y Minas (Sevilla) y en el 1977 fue elegida Madre General del Instituto. Sería reelegida, con permiso de la Santa Sede, otras tres veces para este oneroso cargo, particularmente delicado en los difíciles años que siguieron al Concilio Vaticano II y que vieron a la Sierva de Dios comprometida en la actualización de las Constituciones del Instituto dentro de la óptica de la salvaguardia y de la revalorización del carisma original, a través de una renovada fidelidad al Evangelio y al Magisterio eclesial, una intensa dimensión eucarística y mariana, una inteligente adaptación de la tradición a las nuevas perspectivas de la Iglesia y de la sociedad. Su actitud fundamental fue de un equilibrio dinámico: Sor María no vivió la fidelidad como una cansada repetición de fórmulas ensayadas, sino como un deseo de creatividad para ir al encuentro de las exigencias que el Señor le iba haciendo comprender. En cada circunstancia miró a Santa Ángela de la Cruz, Fundadora de la Congregación, como a un manantial perenne de continuidad coherente dentro de la necesaria renovación.

Tuvo una solicitud particular por la formación permanente de las Hermanas, sobre todo por las que atravesaban momentos de crisis y de desorientación, de modo que en aquellos años de experiencias y de no pocas incertidumbres su testimonio de vida constituyó un punto seguro de referencia para muchas de ellas. Cuidó con amor la animación vocacional, cuyos frutos maduraron incluso de modo visible, hasta el punto de que la Sierva de Dios tuvo que dedicarse a abrir nuevas casas religiosas en otras ciudades de España, como Puertollano, Huelva, Cádiz, Lugo, Linares, Alcázar de S. Juan. Incluso en Reggio Calabria, en Italia, en el 1984 realizó la fundación de una casa. Su personalidad serena y jovial contribuía a crear un clima de confianza y de comunión, pero era sobre todo su sólida espiritualidad la que motivaba sus intenciones y sus acciones. En ella, efectivamente, se pone de manifiesto una intensa experiencia religiosa, vivida con clara conciencia de la presencia de Dios y en la constante búsqueda de su voluntad, y alimentada en las fuentes de la oración y de la contemplación; una sincera disponibilidad a las exigencias del prójimo, de manera particular para con los más necesitados, y una sagaz apertura hacia los problemas contemporáneos; una tendencia hacia la perfección, hasta llegar a conseguir un asiduo y fervoroso ejercicio de las virtudes humanas e cristianas.

En el 1994 le diagnosticaron un tumor, por el que tuvo que ser operada. Afrontó la enfermedad con gran docilidad a la voluntad de Dios y con fortaleza de ánimo y durante cuatro años continuó generosamente con su actividad. En los últimos días de vida, cuando el sufrimiento fue más doloroso, renovó su confianza en la bondad de Dios, preparándose para el momento del encuentro con el Esposo.

El 31 de octubre 1998 se durmió piadosamente en la Casa Madre de Sevilla. En su funeral participaron numerosos sacerdotes y religiosas, junto con un grandísima asistencia de fieles, testimonio de una fama de santidad que ya en vida había acompañado a la Sierva de Dios.

El sábado 27 de marzo de 2010, S.S. Benedicto XVI firmó el decreto referente a un milagro atribuido a la intercesión de la venerable María Purísima de la Cruz Salvat.

(fuentes: frayleopoldo.org, Decreto de la Congregación para las Causas de los Santos; catholic.net)

jueves, 30 de octubre de 2014

30 de octubre: Beata Bienvenida Bolani

Martirologio Romano: En Cividale di Friuli, en el territorio de Venecia, Italia, beata Bienvenida Boiani, virgen, hermana de la Penitencia de santo Domingo, que pasó toda su vida entregada a la oración y a la austeridad. († 1292)

Fecha de beatificación: Culto confirmado el 6 de febrero de 1763 por el Papa Clemente XIV

Se ha dicho que la vida de Bienvenida Bojani fue "un poema de alabanza a la Santísima Virgen, un himno de luz, de pureza y de alegría, cantado, más bien que vivido, en honor de Nuestra Señora". Ese himno comenzó con el nacimiento de la beata, en Cividale, población del Friuli, en 1254. Tenía seis hermanas, mayores que ella. Naturalmente, el padre de Bienvenida quería que el séptimo de sus vástagos fuese hombre y se cuenta que, al saber que también había sido mujer, exclamó resignado: "¡Perfectamente; que sea bienvenida!" Por ello se dio ese nombre a la niña. Desde muy pequeña se distinguió por la devoción a María; acostumbraba repetir muchas veces diarias la primera parte del Avemaría, como se usaba entonces, y acompañaba cada invocación con una genuflexión profunda, según lo había visto hacer a los dominicos en la iglesia. A igual que la beata Magdalena Panattieri, a quien se conmemora el 13 de este mes, Bienvenida tuvo la dicha de pertenecer a una familia en la que todos eran tan piadosos como ella y aprobaban sus prácticas de devoción. Cuando la joven comunicó a sus padres que quería consagrar a Dios su virginidad y hacerse terciaria de Santo Domingo, éstos no le pusieron ninguna objeción.

Pero, a diferencia de la beata Magdalena, Bienvenida no tomó parte en la vida pública de su ciudad natal, sino que se dedicó a cultivar más bien el aspecto contemplativo que el activo del espíritu dominicano. Movida de un gran deseo de hacer penitencia, se imponía las más grandes austeridades. En ocasiones se disciplinaba tres veces cada noche. Cuando tenía apenas doce años, se ató alrededor de la cintura "la cuerda de Santo Tomás" tan estrechamente, que se le encajó en la carne. El sufrimiento que ello le producía se hizo intolerable. Parecía que. no había manera de evitar una operación quirúrgica para arrancarle la cuerda, pero un día ésta se desprendió milagrosamente por sí sola, mientras la niña hacía oración. Bienvenida comunicó ese milagro a su confesor, Fray Conrado, quien le mandó que mitigase sus penitencias y le prohibió que las hiciese sin consultarle. Durante cinco años, la beata sufrió de varias enfermedades, de suerte que apenas podía salir de su recámara. El demonio aprovechó ese período para tentarla violentamente con la desesperación y otras cosas; pero el peor sufrimiento de Bienvenida era no poder asistir a misa y a las Completas, durante las cuales se cantaba la "Salve Regina", excepto cuando la llevaban en vilo a la iglesia. Dios le devolvió la salud mediante un milagro público el día de la fiesta de la Anunciación, precisamente cuando Bienvenida acababa de prometer que haría una peregrinación al santuario de Santo Domingo si recobraba la salud. Su hermana María y su hermano menor la acompañaron en esa peregrinación.

Dios premió con numerosas gracias, visiones y éxtasis la paciencia con que la joven había soportado la enfermedad y las tentaciones. Se cuenta que, siendo todavía joven, Bienvenida fue un día a la iglesia, poco después de la muerte de su madre. Allí encontró a un niño, a quien dijo: "¿Tú tienes mamá?" El niño respondió que sí. "Yo ya no tengo -replicó Bienvenida-; pero, como tú si tienes, tal vez te ha enseñado a decir el Avemaría". El niño respondió: "Yo la sé de memoria. ¿Y tú?" "Yo también la sé", contestó la joven. "Dímela", le rogó el niño. Bienvenida empezó a recitar el Avemaría en latín. Cuando llegó a la palabra "Jesús", el niño le dijo: "Yo soy Jesús" y desapareció. Aunque la alegría y la confianza fueron las virtudes características de Bienvenida, el demonio no dejó de tratar de inducirla a la desesperación y la infidelidad en su lecho de muerte. La beata triunfó de esas tentaciones y murió apaciblemennte el 30 de octubre de 1292. Se ha perdido memoria del sitio en que fue sepultada en Cividale.

¡Felicidades a quien lleve este nombre!

VIDAS DE LOS SANTOS Edición 1965
Autor: Alban Butler (†)
Traductor: Wilfredo Guinea, S.J.
Editorial: COLLIER´S INTERNATIONAL - JOHN W. CLUTE, S. A.
(fuente: catholic.net)

otros santos 30 de octubre:

- Beato Alejandro Zaryckyj

miércoles, 29 de octubre de 2014

29 de octubre: San Abraham Kidunaia

Anacoreta
(Siglo IV)


La vida eremítica de San Abrahán, émulo de Sabas y Pafnucio, de Macario y Antonio, empezó con un suceso ruidoso. Mancebo ilustre y rico, celebraba sus bodas con una de las muchachas más hermosas y hacendadas de su tierra. Siete días duraron los regocijos: danzas, músicas, perfumes y banquetes. Llegó el momento en que los dos jóvenes fueron introducidos por expertas manos en la habitación donde les aguardaba el tálamo, cubierto de sedas y de rosas, iluminado y enjoyado. Abrahán dejaba hacer. Su esposa le cogió del brazo y le llevó hasta el lecho. Allí se sentaron ambos. Hubo un silencio agónico. De repente, él se levanta, tira los anillos y las cadenas de oro y exclama:

—Adiós, hermana; voy a seguir la voz de Dios; voy a asegurar la salvación de mi alma.

Aquella fuga nocturna e inesperada dio mucho que hablar en las villas y ciudades de la Misia, hasta la región limítrofe del Helesponto. Buscaron al fugitivo, y dos semanas más tarde se le encontró en una choza que había no lejos de su pueblo natal. El novio estaba transformado en un penitente; una piel de cabra había reemplazado a las sedas; al cinturón de oro, un ceñidor de cuero, y a la mesa regalada, pan duro y hierbas crudas.

A los diez años de vida solitaria, el obispo de Lampsaco le ordenó de sacerdote y le envió a convertir a un pueblo pagano que había en aquellas cercanías. Como primera providencia, levantó una hermosa basílica, adornada de pinturas y de iconos, de lámparas y mosaicos. Después, entrando en el templo de los ídolos, echó abajo las estatuas, desmenuzó los altares y destruyó los trípodes de los oráculos y los vasos de las libaciones. Como era de esperar, los habitantes se arrojaron sobre él, le molieron a golpes y le arrojaron del pueblo. Al día siguiente apareció de nuevo en la iglesia que acaba de construir, y habiendo encontrado en ella una gran multitud de paganos, atraídos por la belleza y ornamentación del edificio, empezó a predicarles la doctrina del Evangelio y a hablarles de la vanidad de los dioses del Olimpo. En vez de escucharle, aquellos hombres se arrojaron sobre él armados de bastones, le ataron una soga a los pies y así le arrastraron hasta una colina cercana, donde, después de lapidarle, le dieron por muerto. Nuevamente volvió a entrar, y otra vez le echaron de nuevo. Pero él no se cansaba de volver palabras dulces y graciosas en pago de las injurias y los golpes. Trataba a los ancianos como un hijo, a los jóvenes como un hermano, a los niños como un padre. Tanta mansedumbre hizo al fin su fruto. El principal personaje de la villa se puso de su parte. «¿No os sorprende—decía a sus companeros—la paciencia y la caridad de ese hombre? Si el Dios vivo no estuviese con él, según sus palabras, y el reino y el paraíso, y la pena y el galardón que predica no fuesen verdaderos, de ninguna manera sufriría estas cosas por nosotros.»

Persuadidos por estas razones, los habitantes de la villa se presentaron en masa a su párroco, pidiéndole que les hiciese cristianos. Él los instruyó, y administró el bautismo a un millar de personas. Pero una mañana los nuevos neófitos, al entrar en la iglesia, se dieron cuenta de que su párroco había desaparecido. Buscáronle por toda la tierra, y al fin le encontraron en la choza que ya antes le había servido de morada. Cumplida su misión, quería renovar los divinos deleites de su vida anacoreta. Tapió la puerta para quitarse toda esperanza de salir, y allí se entregó a las más increíbles penitencias. Llevaba el peso de cada día como si aquél hubiera de ser el último de su vida. Jamás se le vio reír; jamás tocó el aceite su cuerpo, ni el agua su rostro. Su única posesión era un plato de madera donde recibía lo que le traían de comer y una túnica de pieles que le sirvió hasta su muerte. Tenía una naturaleza robusta, capaz de resistir todas las maceraciones, un color rosado en el rostro, que no se ajaba con los ayunos ni con las vigilias, y una serenidad, un buen hurtíor, que no perdía a pesar de todas las impertinencias con que el demonio trataba de molestarle.

Los emisarios del infierno hacían el ridículo cuando se acercaban a su celda. Rezando una vez, a medianoche, el solitario oyó esta voz que entraba por el ventanillo:

—Eres un hombre admirable, señor Abrahán; en toda la tierra no hay otro como tú.

El interpelado respondió, sin volver la cabeza:

—Calla, maldito; bien sé yo que soy un pecador, pero no me importan tus ardides.

Otro día tomaba Abrahán su colación diaria, cuando se presentó delante de él un joven que se empeñaba en volverle el plato al revés. Abrahán sujetó el plato con ambas manos y siguió comiendo sin decir una sola palabra. Entonces el recién venido encendió una linterna y sobre un atril improvisado empezó a cantar salmos hasta desgañitarse.

—Bienaventurados—decía—los que no tienen mancha en su camino.

Cuando terminó de comer Abrahán, se levantó, hizo la señal de la cruz, y, encarándose con el salmista, le dijo:

—Perro inmundo, necio y cobarde, si sabes que los puros son bienaventurados, ¿por qué les molestas?

—Precisamente por eso—respondió el joven.

—No te jactes, miserable—replicó el anacoreta—; si cae alguno de los que tú tientas, no es por tu ingenio, ni por tu fortaleza, ni por tu valentía. Basta una oración, un gesto, para que te desvanezcas como el humo delante del viento.

Un día, sin embargo, los espíritus infernales debieron de estallar en sonoras carcajadas junto a la celda del solitario. He aquí por qué. Tenía Abrahán una sobrina, llamada María, a quien había recogido a su lado desde la más tierna edad. Para ella hizo construir una celda que se comunicaba con la suya por medio de un ventanillo. A través de aquel ventanillo la adoctrinaba en la vida espiritual, la ensenaba a leer y cantar salmos y la dirigía en los más altos caminos del espíritu. María era piadosa, dócil, amiga de la penitencia y obediente a su director. Bastaba una señal para que se despertase en medio de la noche y se entregase alegremente a los ejercicios de la oración. Pero, una vez, el viejo llamó inútilmente.

—Dejémosla dormir—dijo en su interior—; tal vez esté algo enferma.

Amaneció, y volvió a llamar, y Uamó de nuevo al salir el sol.

—Despierta, hija mía. ¿Cómo tienes tanta pereza? Por primera vez, desde que viniste, has dejado de rezar los maitines.

Como nadie le contestaba, Abrahán abrió el ventanillo, y viendo vacía la habitación cercana, empezó a sospechar una triste historia.

—¡Ay de mí!—decía, sollozando—. El lobo se ha llevado la corderilla; la hija mía ha sido arrastrada hacia la cautividad. Tráemela, oh Cristo, Salvador del mundo, vuélvela a su redil para que mi vejez no baje al sepulcro anegada en llanto.

Era verdad lo que el solitario sospechaba. Había en aquella región un falso monje que iba con frecuencia a hablar de sus revelaciones con el santo viejo; pero, después de engañar al tío, se dirigía al ventanillo opuesto para engañar a la sobrina. La sedujo, se la llevó y luego la abandonó. Rodando, rodando, fue a parar la pobre muchacha en un mesón de la ciudad de Assu, en la Troade, donde vivía prostituyendo su virtud y su belleza. Porque era bella, ingeniosa y discreta, y muchos a quienes atraía el cebo de su hermosura quedaban luego envueltos en la red de su conversación.

Pasaron dos años, dos largos años para el solitario de Tynia, que no cesaba de llorar; dos annos cortos para la cortesana de Assu, que, en su inconsciencia, creía haber encontrado la felicidad. Una tarde, un jinete se detuvo a la puerta del mesón. Montaba brioso caballo, vestía rica clámide que dejaba ver el brillo del cinto militar, y el casco de hierro hundido sobre la cabeza le cubría casi la cara. Tenía todo el aspecto de un centurión o de un oficial de la guardia imperial. Entró sin llamar, y riendo maliciosamente, dijo al mesonero;

—He oído que tienes aquí una muchacha muy hermosa; quiero verla.

—Es verdad—dijo el huésped—; por ahí anda.

—¿Su nombre?

—¡María!—gritó con voz aguardentosa el dueño del establecimiento, y apareció la muchacha, dejando una estela de perfumes.

—Ella es—dijo el recién venido, y entregando al huésped una moneda de oro, añadió—: Prepáranos un buen festín; hoy es día de regocijo. Largo camino hice para gozar de este instante.

Después de los vinos llegó la hora del amor.

—Entremos—dijo la joven, envolviendo a su amante en una sonrisa acariciadora.

En la nueva habitación había un lecho ancho y bien oliente. El soldado se sentó en él; la mujer se inclinó a desatarle las sandalias; pero él la detuvo, diciendo:

—Primero cierra bien la puerta.

—Está ya cerrada—replicó ella.

—No; no está bien cerrada; ve y ciérrala de suerte que nadie pueda entrar aquí.

Obedeció ella, y, cuando volvía, el desconocido le asió fuertemente la mano, y le dijo:

—Domna María, acércate a mí.

Después, quitándose el casco que le cubría la frente y los ojos, añadió:

—¿No me conoces, hija mía? ¿Acaso no soy yo quien te educó? ¿Acaso te has olvidado de Abrahán, tu padre? Pero, ¿qué te pasa? ¿Dónde está tu continencia? ¿Dónde tus lágrimas? ¿Dónde tus vigilias? ¿Cómo caíste, hija mía querida, desde la cumbre al abismo? ¿Por qué no dijiste nada a tu padre cuando te invadió el tentador? ¿Crees que yo te hubiera rechazado?

Aterrada de aquel encuentro, confundida por aquellas palabras, la joven estaba como muerta en los brazos del solitario; sin decir una palabra, sin levantar los ojos, sin hacer el menor movimiento. No sabía si gritar, o llorar, o caer pidiendo perdón.

—Pero, ¿a mí no me hablas?—seguía diciendo el anciano—. ¿Crees que yo no tengo el corazón lleno de angustia? ¿Crees que he emprendido por gusto este viaje, y que en balde he comido carne y he bebido vino por vez primera desde hace cincuenta años?

Ahora la joven, repuesta del primer susto, había prorrumpido en llanto amargo, y entre sollozos decía:

—¿Qué quieres que haga? Si no me atrevo a mirar de frente tu rostro, ¿cómo me atreveré, hundida en el cieno de la inmundicia, a pronunciar el santo, el inmaculado nombre de Dios?

—Yo—replicó el anciano—responderé por ti en el día del juicio. Que tu iniquidad caiga sobre mi cabeza, hija mía, y que tú encuentres el reposo del alma. Ahora escúchame; sal de este lugar maldito y ven conmigo a continuar nuestra vida de antaño.

Amanecía, cuando el falso soldado y la mujer arrepentida caminaban por las llanuras de la Troade en busca de su antigua soledad. Ya en el caballo, la joven había dicho al anacoreta:

—Tengo ahí un poco de oro y algunos vestidos; ¿qué mandas hacer de ellos?

—Déjalo—respondió Abrahán—; es el precio del pecado; que se lo lleven los que aman el pecado.

Y empezó de nuevo la vida de penitencia, de oración, de salmodia y de trato con los ángeles. Diez años vivió todavía Abrahán en su encierro, y al poco tiempo de morir vino en busca de su sobrina para llevársela al paraíso, donde no hay lobos, ni falsos monjes, ni mesoneros codiciosos.

(fuente: www.divvol.org)

otros santos 29 de octubre:

- Beato Cayetano Errico

martes, 28 de octubre de 2014

28 de octubre: San Rodrigo Aguilar Alemán

«Este sacerdote, talentoso escritor y poeta, enamorado de Cristo y devoto de María, engrosa el importante número de mártires de la Cristiada que sacudió México entre los años 1926 y 1929»

Madrid, 28 de octubre de 2013 (Zenit.org) Este valeroso mártir de la fe nació en la localidad mejicana de Sayula, Jalisco, el 13 de marzo de 1875. Era el mayor de una numerosa prole compuesta por doce hermanos. En 1888 ingresó en el seminario auxiliar de Zapotlán el Grande, (actual Ciudad Guzmán). Estudioso y ejemplar en su forma de vida, mostraba también sus dotes como literato y, de hecho, cultivó la prosa y la poesía con acierto. Sus reflexiones tenían un sesgo apostólico y la prensa de Ciudad Guzmán no tenía reparos en insertar en sus páginas artículos que versaban sobre el Santísimo Sacramento, la Virgen María, y otros temas eclesiales y pastorales que reportaban gran bien a los lectores. Fue consagrado diácono en enero de 1903 en el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, de Guadalajara. Y a la Virgen se encomendaría siempre.

Ordenado sacerdote ese mismo enero de 1903 por el arzobispo de la capital, Mons. José de Jesús Ortiz, depositó en el regazo de la Virgen de Guadalupe su consagración. Emprendió una labor pastoral por diversos lugares, entre los que se hallaban Atotonilco, Lagos de Moreno, La Yesca y Nayarit, donde evangelizó y bautizó a indios huicholes, algunos de avanzadísima edad (superaban el centenar de años) que escuchaban por vez primera el nombre de Jesús. Sucesivamente fue párroco y capellán de distintas parroquias y haciendas; vicario cooperador en Sayula y en Zapotiltic, hasta que en julio de 1923, a la muerte del párroco, fue designado para sucederle. En todas los lugares por los que pasó iba dejando su impronta apostólica de paciencia y caridad en las gentes, lo que ponía de relieve la autenticidad de su vocación sacerdotal. Incrementaba el apostolado de la oración, fomentaba círculos de estudio y fortalecía los existentes, además de poner en marcha asociaciones dirigidas a los laicos.

En una ocasión peregrinó a Tierra Santa plasmando la honda impresión espiritual que le causó en la obra Mi viaje a Jerusalén. Sintió entonces un profundo anhelo de morir mártir. El 20 de marzo de 1925 fue nombrado párroco de Unión de Tula, y ese mismo afán de derramar su sangre por Cristo estuvo presente en sus oraciones. Es como si tuviese el secreto presentimiento de que se cumpliría esa súplica. Quizá por eso, rogó a sus más cercanos que lo encomendaran ante Dios en sus peticiones uniendo a las suyas ese ardiente deseo martirial que compartió con ellos. Pronto serían escuchadas.

En efecto, el estío de 1926 trajo las primeras turbulencias con la suspensión del culto decretado por las autoridades civiles. Y el 12 de enerode 1927 sufrió persecución simplemente por su condición sacerdotal. Busco refugio en un rancho, pero fue delatado por el propietario. Se fugó nuevamente y llegó a Ejutla el 26 de enero.Durante unos meses pudo permanecer a resguardo, acogido por las adoratrices de Jesús Sacramentado en el colegio de San Ignacio; incluso llegó a administrar los sacramentos y oficiar la misa. Previendo cómo iba a ser el fin de sus días, había dicho: «Los soldados nos podrán quitarla vida, pero la fe nunca».

El 27 de octubre de ese año 1927 un ejército compuesto por 600 federales al mando del general Izaguirre y otros agradistas capitaneados por Donato Aréchiga invadieron Ejutla y asaltaron el convento. Ni Rodrigo ni otros sacerdotes y seminaristas pudieron escapar. Cuando uno de los estudiantes, que después logró huir, intentó ayudarle, le dijo: «Se me llegó mi hora, usted váyase».Aún a costa de su vida, poco antes de ser apresado logró destruir expedientes de seminaristas. Fue por eso que quedó a merced de los soldados que le detuvieron, aunque no hubiera podido llegar lejos porque tenía lastimados los pies. Dispuesto a todo, cuando le pidieron que se identificase, respondió: «¡Soy sacerdote!». Tal como supuso, esta respuesta desencadenó una turba de injurias y chanzas soeces que le acompañaron al lugar de su martirio. La venganza de un cabecilla al que vetó un matrimonio ilegítimo estaba en marcha.

Poco después se despedía de otros seminaristas y religiosas con un emocionante y esperanzador: «Nos veremos en el cielo». Lo decía porque todos ellos habían sido apresados como él, aunque iban a ser conducidos a lugares distintos para ser ajusticiados. El P. Aguilar afrontaba su destino serenamente, rogando: «Señor, danos la gracia de padecer en tu nombre, de sellar nuestra fe con nuestra sangre y coronar nuestro sacerdocio con el martirio ¡Fiat voluntas tua!». El 28 de octubre, de madrugada, fue conducido a la plaza de Ejutla. Lo dispusieron para morir ahorcado mientras bendecía y perdonaba a sus verdugos, incluso a uno de ellos le obsequió con su rosario. Este es el talante de los mártires, sin excepción. Bondadosos, generosísimos, inundados de fe y de caridad, llenos de esperanza, sin emitir juicio alguno contra nadie, dispuestos a unirse a la Pasión redentora de Cristo en rescate de quienes se han dejado atrapar en las viscosas redes del odio. De otro modo, hubieran renegado de su creencia.

Con la soga en el cuello, instrumento de su martirio que antes había bendecido, Rodrigo respondió a la pregunta «¿Quién vive?»... que le formularon en tres ocasiones mientras iban tensando la gruesa cuerda: «Cristo Rey y Santa María de Guadalupe». Este fue su último testimonio de fe. Pronunció por tercera vez estas palabras cuando apenas tenía aliento, entregando su alma a Dios. Luego lo abandonaron dejando que su cuerpo pendiese del corpulento árbol de mango durante horas. Fue beatificado por Juan Pablo II el 22 de noviembre de 1992, quien lo canonizó el 21 de mayo del año 2000.

(28 de octubre de 2013) © Innovative Media Inc.

lunes, 27 de octubre de 2014

27 de octubre: Beato Bartolomé de Vicenza (O Bartolomé de Bragança)

«Dominico, recibió el hábito de manos de su fundador. Gran pacificador y creador de la Milicia de Jesucristo. Mando erigir la iglesia de la Santa Corona en Vicenza, donde se venera la espina de la corona de Cristo»

Madrid, 27 de octubre de 2013 (Zenit.org) Nació hacia el año 1200 en la ciudad italiana de Vicenza. Integrante de la familia de los condes de Bragança, fue formado en consonancia con su alcurnia. Estudió en Padua y tuvo la fortuna de conocer en plena juventud a santo Domingo de Guzmán, quien acababa de fundar en Vicenza. Tenía alrededor de 20 años cuando él le impuso personalmente el hábito dominico. Después de haber sido ordenado sacerdote, a Bartolomé le encomendaron sucesivas e importantes misiones. Una de sus cualidades destacadas era la predicación. Hábil y certero en sus argumentos, salía victorioso en su lucha contra los herejes. Por eso, aunque inicialmente había impartido Sagradas Escrituras, conociendo su inteligencia y virtud fue enviado a diversos lugares.

Celoso defensor de la paz y artífice de reconciliación, que ya había instaurado en zonas habitadas por la discordia como las regiones italianas de Lombardía y Emilia, aún dio un paso más. Y en 1233, mientras predicaba junto al P. Juan de Vicenza en Bolonia, fundó la Milicia de Jesucristo (conocida también como «fratres gaudentes») con el objetivo de restaurar la paz y defender la fe y libertad eclesiales. Inspirada en ella, hacia mediados de siglo un grupo de laicos perteneciente a la aristocracia, que procedían de las ciudades de Parma, Bolonia, Reggio Emilia y Modena, ante la urgente necesidad detectada de contrarrestar el empuje de movimientos como la Congregación de los Devotos (flagelantes), revitalizaron la Milicia retomándola con el nombre de Orden de los Caballeros de Santa María Gloriosa. Fue confirmada por Urbano IV en 1261 a través de una bula, y suprimida por Sixto V en 1559. En ella se integraron los miembros de la Milicia. Es decir que Bartolomé fue artífice indirecto de esta Orden. Él fue quien redactó los estatutos de esta fundación que fue aprobada por Gregorio IX en 1234 y se escindió en torno a 1260. El beatofue maestro regente de teología y consejero de este pontífice.

En 1235, dos años despuésde haber fundado la Milicia, el capítulo general de la Orden efectuado en Bolonia lo designó Maestro del Sacro Palacio como sucesor de Domingo de Guzmán. Fue prior en distintos conventos que dirigió con sabiduría y prudencia.Al igual que había hecho Gregorio IX, el papa Inocencio IV también contó con él, eligiéndole para acompañarle como teólogo al Concilio de Lyon en 1245.En 1248, siendo en esos momentos confesor del rey san Luís IX de Francia, este Santo Padre lo nombró obispo Nicosia, Chipre, juzgando esencial su presencia de hombre virtuoso allí, dado el conflicto existente en los Santos Lugares. Precisamente en esa época, el monarca francés encabezaba una expedición para combatir a los opositores de la fe en defensa de Tierra Santa, y Bartolomé le visitó en Palestina. Regresó con la invitación del rey para volver a verse en Francia.

En 1254 el pontífice Alejandro IV lo designó prelado de Vicenza. Pero a causa de la persecución antirreligiosa impulsada por el violento Ezzelino III da Romano, que lideraba el movimiento gibelino pro imperial del norte de Italia, contrario al papa, no pudo asumir la misión plenamente ya que por defender a los aterrados ciudadanos frente a este sanguinario dictador, tuvo que dejar la ciudad. A finales de ese año viajó a Inglaterra como legado pontificio. Reinaba entonces Enrique III que tenía la sede en Aquitania, y Bartolomé le acompañó a él y a la reina, en su viaje a París; entonces visitaron al rey Luís. En el transcurso de este encuentro, el santo monarca obsequió al beato con una preciadísima reliquia: una espina de la corona del Salvador. En 1256 Alejandro IV volvió a encomendarle la sede de Vicenza. Pero Ezzelino continuaba su particular cruzada en contra de la Iglesia, y aunque Bartolomé se incorporó a la diócesis, el jefe de los gibelinos le obligó a abandonarla. A finales de 1259 murió Ezzelino, y unos meses más tarde, entrado ya el año 1260, pudo regresar a su sede.

Con redoblados bríos ejerció su misión pastoral. Restituyó la paz en la región del Véneto, levantó las iglesias que habían sido destruidas y confirmó a todos en la fe. En ese tiempo mandó erigir la conocida iglesia de la Santa Corona, donde se venera la espina de la corona de Cristo que le regaló el monarca francés. En medio de tanto quehacer, Bartolomé escribió varios textos entre los cuales se conservan Expositio Cantici Canticorum y De venatione divini amoris, que tiene como trasfondo el pensamiento del Pseudo-Dionisio. Tuvo la gracia de participar en la segunda traslación de los restos de santo Domingo, que se produjo en 1267, dedicándole un panegírico. Y unos cuatro años más tarde de la misma, a finales de 1270 o a mediados de 1271, falleció en Vicenza con fama de santidad. Pío VI confirmó su culto el 11 de septiembre de 1793.

(27 de octubre de 2013) © Innovative Media Inc.

domingo, 26 de octubre de 2014

26 de octubre: Beata Celine Chludzinska Borzecka

«Polaca. Fundadora, junto a su hija, de las Hermanas de la Resurrección; es el primer caso que se da en la Iglesia. Perdió varios hijos y esposo, viendo en ello la mano de Dios que le permitió ser religiosa, como siempre anheló»

Madrid, 26 de octubre de 2013 (Zenit.org) La vida de esta beata, de cuya muerte se cumple hoy el primer centenario, es una historia de fidelidad en la espera. Nunca dudó de que la voluntad divina guiaba sus pasos, aunque durante un tiempo otras personas la condujeron por una vía distinta a la añorada, que no era otra más que la consagración religiosa. Al final, se cumplió su honda impresión, y aunque había dado un gran rodeo, llegó al destino soñado.

Nació el 29 de octubre de 1833 en Antowil, antigua ciudad polaca, que pertenece en la actualidad a Bielorrusia, en el seno de una acomodada familia. Era la pequeña de dos hermanos. Con una infancia feliz, que calificó como «años de oro», rodeada de afecto y sintiéndose llamada a ofrendarse por completo a Dios, a los 21 años contrajo matrimonio con Józef Borzęck en la catedral de Vilna. No le fue posible oponerse a la voluntad de sus padres y del prelado, o no lo vio conveniente. Ellos consideraban que lo mejor que podía hacer esa desposarse, y sometió su criterio que siempre se movió con la certeza de que Dios estaba en medio de lo que iba aconteciéndole.

Se afincó en Obremszczyzna, pero no se olvidó de su vocación. Sus quehaceres cotidianos no la apartaban de la oración. Su ascesis estaba impregnada también con el sacrificio. Además, fue golpeada por el dolor en lo que más afecta a una madre: sus hijos. El primero de ellos, Casimiro, nacido en 1855, murió ese mismo año. Tras un periodo de gozo por la llegada al mundo de su hija Celine en 1858, nuevamente en 1861 pasó por el duro trance de tener que enterrar a otra hija, María, que no sobrevivió. Finalmente, en 1863 nació Hedwig, que iba a recorrer junto a ella el sendero religioso al que siempre aspiró. Ese año Celine se involucró en la lucha para rescatar a los prisioneros que iban a ser ejecutados en medio de los conflictos bélicos desatados en una dividida Polonia. Las autoridades rusas la detuvieron y dio con sus huesos en la cárcel, llevando con ella a la pequeña recién nacida.

En 1869 otro zarpazo recayó sobre la familia. Llevaba dieciséis años casada cuandoJózef sufrió un derrame cerebral y quedó paralítico.Buscando para él los mejores especialistas, todos partieron a Viena,confiando en su recuperación. Celine le proporcionó atenciones y ternura a raudales, pero en 1874, hallándose en su domicilio de Obremszczyzna, murió. Tomó a sus hijas Celine y Hedwig, y partió a Roma al año siguiente segura de que estos dolorosos acontecimientos obedecían a un plan divino. Aún recorrió Polonia, Viena y Roma junto a ellas, atendiendo a su educación, pero siempre en un estado de búsqueda, a la espera de entender la previsión de Dios sobre su vida. En 1879 la joven Celine contrajo matrimonio con un muchacho polaco, y la beata coincidió con el cofundador y superior general de la Congregación de la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, el siervo de Dios P. Piotr Semenenko, que aspiraba a poner en marcha la rama femenina. En esa época, 1881, ella y Hedwig se disponían a fundar un convento de inspiración carmelita. Pero las conversaciones con Semenenko les hicieron cambiar de plan. En 1882, madre e hija, comenzaron a ser parte de su sueño, preparándose junto a otras cinco aspirantes para acometer la vida religiosa.

En 1884 se asentaron en una casa que tres años más tarde dio lugar a una escuela para niñas sin recursos. Se daba la circunstancia de que en el edificio vivía la familia della Chiesa, hallándose entonces en el domicilio, Mons. Giacomo della Chiesa, que sería pontífice Benedicto XV. Y mientras el P. Semenenko auxiliaba a Celine y a su hija alentándolas en la misión, algo que hizo hasta su muerte en 1886, ellas también contaban con la admiración del que llegaría a ser Vicario de Cristo en la tierra, que fue su capellán y catequista. A estas intrépidas mujeres les enardecía saber que había infinidad de personas a quienes la esperanza parecía darles la espalda, que nunca habían tenido la gracia de que alguien les transmitiera la fe, que les hablara del Dios vivo. La beata conocía muy bien el drama humano plagado de sufrimiento y de injusticias a mansalva. Estaba convencida de que debían «llevar la moral y el renacimiento religioso a la sociedad». La fundación que por primera vez en la historia de la Iglesia acometían una madre y una hija al unísono, surgía de la confianza en Dios; sabían que Él las acompañaría. Contaron con la ayuda del cardenal Parocchi, entonces vicario de Roma.

El 6 de enero de 1891 ambas emitieron los votos perpetuos, y otras tres religiosas tomaban el hábito; esa fecha la consideraron como el día en el que surgía la Congregación de las resurreccionistas, con el objetivo de proporcionar educación a las niñas pobres, que se hizo extensivo después al cuidado de los enfermos. Hedwig fue su primera superiora general. Fueron abriendo casas rápidamente en países del Este. En Polonia tuvieron que extremar la prudencia. Aún quedaban restos de la ocupación rusa, y trabajaron clandestinamente, estableciendo la fundación en Czestochowa, cerca de Jasna Góra, y en Varsovia. Fueron momentos de grandes recuerdos para Celine que había vivido de lleno el inicio de la invasión. Luego dieron el salto a América, donde en 1900 abrieron una casa y una escuela en Chicago. En 1905 la fundación recibió el decretum laudis.

Hedwig, que tiene abierta causa de beatificación, murió repentinamente en Kety, Polonia el 27 septiembre de 1906; contaba con 43 años. Celine no solo volvió a sufrir la pérdida de otro de sus hijos, sino la de su fiel compañera y hermana en religión. Fue un durísimo golpe. En 1911 el primer capítulo general de la Orden la eligió superiora general, misión que asumió hasta el final de sus días. Entregó su alma a Dios el 26 de octubre de 1913 en Malopolskie, Cracovia, cuando iba de camino a Varsovia en visita apostólica; estaba a punto de cumplir 80 años. Fue beatificada el 27 de octubre de 2007 por el cardenal Saraiva que actuó como Delegado de Benedicto XVI.

(26 de octubre de 2013) © Innovative Media Inc.

sábado, 25 de octubre de 2014

25 de octubre: San Bernardo Calbó

«Abad cisterciense español. Obispo de Vic. Un jurista errante en el camino de su profesión, que fue sorprendido por la enfermedad, y viendo en ello la mano de Dios mudó por completo su conducta y le entregó su vida»

Madrid, 25 de octubre de 2014 (Zenit.org) Era español, hijo de uno de los caballeros que rescató Tarragona de manos de los infieles, y se estableció en esa región en la época de la Reconquista; por tanto, Bernardo pertenecía a una familia de relevancia social. Nació en 1180 y fue el tercero de cinco hijos, tres hermanos y una hermana. Creció en la masía de Calbó, y cuando llegó la hora de orientar su futuro profesional se decantó por las leyes. Posiblemente estudió esta carrera en la universidad de Bolonia, como hizo san Raimundo de Peñafort, contemporáneo suyo, aunque los datos de esta etapa de su vida no han podido ser contrastados con rigor por parte de los hagiógrafos. En 1209 se le sitúa en Tarragona, asistiendo jurídica y administrativamente al arzobispado. Su quehacer en esa época pudo no estar guiado por el juicio de Dios y sí por el de esa clase de hombres que no tienen consideraciones a la hora de proceder. Hasta que una grave enfermedad le dio un toque de alerta definitivo alrededor de sus 30 años.

Vislumbrando la voluntad de Dios, y fallecido ya su padre, con la salud recobrada en 1215 se unió a la comunidad cisterciense de Santes Creus, Tarragona. Dio este paso en contra del parecer de los suyos, que es el signo compartido por quienes sintiéndose llamados por Dios se deciden a seguirle afrontando el veto que en sus propios hogares pueden querer imponerles. Ha sido frecuente en todas las épocas de la historia que los más cercanos se dispongan a dar su beneplácito a los hijos si la vía del matrimonio es la elegida, pero no han sido siempre tan benévolos cuando éstos piensan establecer su compromiso con Dios. Toda la apertura, la comprensión y aceptación –a veces de lo objetivamente dañino– que tantos jóvenes reciben hoy día de sus progenitores, se torna en intransigencia en no pocas ocasiones cuando se trata de dar alas a la vocación religiosa.

En su propio tiempo, Bernando, haciendo caso omiso del juicio negativo que su decisión había suscitado en sus parientes, al integrarse en el monasterio generosamente legó sus pertenencias a su madre y al resto de su familia en un testamento redactado ese mismo año 1215 que revocaba otro anterior. Extrayendo el néctar de la regla cisterciense, fiel al evangelio, hizo de la caridad el hilo conductor de su entrega, única vía para alcanzar la unión con las Personas Divinas. Era bien conocido por los tarraconenses por tratarse de uno de los canónigos de la catedral, elegido también su vicario. Durante doce años de austeridad, oración y penitencia, aquilató su donación en el convento. Fueron sus edificantes virtudes las que se tuvieron en cuenta en el momento en que se planteó la sucesión del abad Ramón cuando éste falleció. Nadie dudó de que Bernardo sería el idóneo para proseguir manteniendo el espíritu observante del monasterio. Y en torno a 1225 asumió esta responsabilidad.

Su labor apostólica no se limitó a la formación de los monjes, sino que fue director espiritual de las religiosas cistercienses de Valldonzella. Esta comunidad se había establecido en Santa Creu d’Olorde en las cercanías de Vallvidrera y quedaron sujetas (fueron donadas) por iniciativa del obispo de Barcelona, Berenguer de Palou, quien las puso bajo la tutela de la Orden del Císter, dependiente del monasterio de Santes Creus. El abad Bernardo fue cofundador de esta comunidad que bajo su amparo vivió una época de gran florecimiento apostólico. También contribuyó a mantener vivo el espíritu reformador de la abadía cisterciense de Ager, Lérida.

En esta época de reconquista, dos figuras señeras de la historia mallorquina, Ramón y Guillermo de Montcada, muy estimados por el rey Jaime I el Conquistador, se disponían a partir a Mallorca para rescatarla. Antes se despidieron del abad Bernardo y se sintieron confortados con su consejo y aliento. Ambos murieron en la batalla de Porto Pi, y a Bernardo le tocó dar cristiana sepultura a sus restos en el monasterio de Santes Creus. En 1230 integró el grupo de electores, entre los que se hallaba san Raimundo de Peñafort, y unidos al arzobispo de Tarragona designaron al obispo de la reconquistada Mallorca. Entre tanto, los rasgos de su piedad y caridad se prodigaban dentro y fuera de la comunidad. Manifestaba una predilección por los enfermos.

Cuando el prelado Guillermo de Tavertet dejó vacante la sede de Vic, Bernardo fue elegido para sucederle dada su trayectoria espiritual y apostólica. A su esmerada formación teológica se unía la prudencia, discreción y exquisitez en el trato. Asumir este oficio supuso para él una contrariedad. Su vocación se hallaba en el silencio del claustro. Pero convencido de que el nombramiento obedecía a la voluntad divina, lo acogió e implantó el espíritu monástico en la sede episcopal. Convivió junto a una comunidad de cuatro monjes que le acompañaron hasta su muerte secundándole en todas las tareas de su ministerio que, naturalmente, tenían el signo de la auténtica consagración. Bernardo fue un insigne Pastor que veló por la liturgia y por la formación de los sacerdotes. Fue enérgico y exigente con su forma de vida. Se distinguió también por la modestia, la generosidad, la bondad, y la caridad. En el ejercicio de su misión llevó consigo la reconciliación y la paz.

El papa Gregorio IX, conocedor de sus virtudes y valía pastoral, pensó en él para luchar contra los valdenses designándole inquisidor en 1232. El santo monje luchó contra los albigenses, y se implicó en la guerra de Valencia firmando la capitulación en 1238. Por su valor fue recompensado por el rey Jaime I. En 1239 y en 1243 participó en sendos concilios provinciales. El 26 de octubre de este último año entregó su alma a Dios con fama de santidad. Antes de cumplirse seis meses de su muerte su vida comenzó a ser examinada por una comisión de canónigos. En 1338 se abrió el proceso de su canonización. Clemente XI en un breve apostólico fijó la fecha de su celebración dentro del císter el 26 de septiembre de 1710.

escrito por Isabel Orellana Vilches (25 de octubre de 2014) © Innovative Media Inc.

otros santos 25 de octubre:

- San Antonio de Santa Ana Galvão

viernes, 24 de octubre de 2014

24 de octubre: San Luigi Guanella

«Sacerdote, fundador de los Siervos de la Caridad y de las Hijas de Santa María de la Providencia, conocido como el padre los pobres por haberse desvivido por ellos. Pío XI lo denominó el Garibaldi de la caridad»

Madrid, 24 de octubre de 2014 (Zenit.org) Nació en Fraciscio di Campodolcino Italia, el 19 de diciembre de 1842, en un momento en el que se producía el tránsito de san José Benito Cottolengo. Don Bosco, tomando el testigo, daba inicio a su Oratorio. La vida de Luigi fue signada por la misericordia y un afán incontenible de asistir a los que nada poseen: «No podemos detenernos mientras haya pobres que socorrer». Se preguntaba: «¿Cómo es posible creer que en la frente del pobre está esculpida la imagen de Dios y no correr a ayudarlo, a servirlo?». Nada lo iba a detener: «¿Qué importa siquiera ir a prisión por los pobres, por la causa de los pobres? ¡Se llegaría a ser mártir!».

Fue el noveno de trece hijos y experimentó tempranamente una inmensa piedad por los necesitados. Tenía 7 años cuando se dio de bruces con un anciano mendigo, famélico y solitario, que se acercó a él pidiendo ayuda. Rápidamente escondió los caramelos que su padre le acaba de comprar, antes de oír misa, para no tener que dárselos. El viejecito desapareció. Según develó años más tarde, lo consideró una aparición. A esa edad la Virgen le hizo ver que debía dedicarse a los necesitados. Y a los 12, con madura determinación, comunicó a sus padres: «¡Quiero ser sacerdote!». Partía con un caudal de bendiciones, llevando en su equipaje una fe bien cimentada y otras muchas cualidades y habilidades que aprendió en su hogar en las que se encerraban grandes valores como el sacrificio, el esfuerzo y el desprendimiento.

Se formó en el colegio Gallio de Como, y luego prosiguió estudios en el seminario diocesano. Fue ordenado por el obispo de Foggia en 1866. Su primera misión pastoral fue auxiliar a un anciano presbítero. Afligido por la lejanía de la Iglesia que algunos mostraban, inició un camino de ayunos y mortificaciones que unía a su oración suplicando la conversión de todos, hasta que el rigor que se impuso comenzó a dañar su salud, y el virtuoso y lúcido sacerdote se las vetó. El anticlericalismo acérrimo de ciertos ciudadanos vinculados a la política, y los declarados masones, le obligó a oficiar misa teniendo detrás a la policía que lo vigilaba.

En 1875 se trasladó a Turín con el fin de unirse a la labor apostólica de Don Bosco; consideraba que le serviría de gran ayuda para la misión que debía iniciar. Él le ofreció ir a América, pero aunque le hubiera gustado aceptar la oferta, se dejó guiar por la impresión espiritual que le instaba a responder a los mensajes sobrenaturales que había recibido. Siendo vicario parroquial en Traona, en 1880 creó un colegio para niños pobres. Incomprendido por personas de la diócesis, tuvo que cerrarlo con todo el dolor de su corazón. Después pasó por Olmo dejando atrás soledad y sufrimientos, expectante por dilucidar la voluntad divina; esperaba ver los signos pertinentes para poder actuar en consecuencia.

Supo aguardar a que llegase lo que denominó: «la hora de la misericordia», vislumbrada a sus 40 años. Tiempo atrás le había confiado a Don Bosco: «Tengo en el alma la caridad y la conciencia de que Dios nos ha enviado al mundo para construir una sociedad justa y convertirnos para estas personas en sus padres, madres o hermanos, y servir en esta alegría de vivir». Llegó a Pianello del Lario en 1881, por indicación del obispo, para ocuparse de una casa que había dejado al morir el P. Carlo Coppini. Desde 1878 cinco mujeres con inclinación a la vida religiosa ayudaban al desparecido sacerdote a auxiliar a los huérfanos y ancianos que había recogido. Ellas fueron el germen de una de las fundaciones de Guanella: las Hijas de Santa María de la Providencia surgidas en 1886, y de la que nació la Congregación de Siervos de la Caridad.

En 1890 Luigi ya albergaba a 200 enfermos y pobres de todas las edades y condiciones. Esta obra de caridad vio la luz en medio, y a pesar, de los muchos recelos surgidos en su entorno. A los que padecían alguna discapacidad nunca los calificó como retrasados, ni consintió que otros lo hicieran. Eran sus «buenos niños», sus «tesoros». Cuando en 1896 los extremistas prendieron fuego a esta Casa de la Providencia, condujo a todos al templo. Mientras les consolaba, oraba así: «Señor, en tus designios has permitido que nuestra casa se quemase. Nos volveremos a alojar aquí en la tuya». Sin perder tiempo, comenzaron a ponerla en pie. Un día, cuando levantaban la capilla, aunque nada permitía pensar en un accidente, dio la indicación de que se apartaran de la zona sin dilación. A renglón seguido el andamio caía en medio de gran estrépito, sin haber dañado a nadie.

Confiar en la providencia de Dios, esperar en Él, era su lema. Ante el asombro por los logros que obtenía, decía: «Dios es el que hace el trabajo». Se ocupó de que hubiera una imagen de María dedicada a sus obreros, que denominó Nuestra Señora del Trabajo. Las obras de beneficencia se multiplicaron dentro y fuera de Italia. No hay más que ver la expansión que se produjo en Roma con la ayuda de su amigo san Pío X. En 1903 se estableció en la colina romana de Monte Mario. En el terremoto de 1905 realizó una admirable labor asistiendo a los damnificados. En la colina del Gianicolo abrió un centro para ancianos en 1907. Dos años más tarde erigió una iglesia dedicada a san José, además de otras obras de carácter educativo.

Realizó un viaje apostólico al continente americano para visitar a los emigrantes, y al regreso siguió extendiendo su obra. Además, promovió la devoción a la Virgen de Lourdes e instituyó la Pía Unión del Tránsito de San José. En 1915 auxilió a los damnificados en el terremoto de Abruzzo. Ésto mermó su ya delicada salud por sus muchos afanes y sufrimientos. En septiembre de ese año quedó paralítico. No se recuperó y el 24 de octubre falleció en Como. Pablo VI lo beatificó el 24 de octubre de 1964. Benedicto XVI lo canonizó el 23 de octubre de 2011. Denominado «padre de los pobres», Pío XI lo consideró el «Garibaldi de la caridad».

escrito por Isabel Orellana Vilches (24 de octubre de 2014) © Innovative Media Inc.

otros santos 24 de octubre:

- San Antonio María Claret

jueves, 23 de octubre de 2014

23 de octubre: San Juan de Capistrano

«Religioso franciscano. Predicador, reformador, incansable apóstol, consultor de pontífices, gran jurista y diplomático. Aclamado en Europa y considerado padre devoto y varón santo. En California continúa honrándose su memoria»

Madrid, 23 de octubre de 2014 (Zenit.org) Juan es otro de esos grandes hombres que pusieron sus talentos al servicio de Cristo y su Iglesia, logrando con la oración y heroica entrega que germinase el Evangelio por doquier. Obtuvo la gloria del cielo y la inmortalidad en el mundo, ésta sin perseguirla. Llevó la bandera de la fe por toda Europa mientras la recorría incansablemente de punta a punta; fue el escenario de su vida y quehacer apostólico. Nunca salió de estos confines y sin embargo, desde hace siglos California honra su memoria gracias a la humilde misión que su excelso hermano fray Junípero Serra estableció allí en 1776, la más conocida de las que implantó; por algo se le ha denominado «joya de las misiones». Justamente en esa fundación tiene su origen la ciudad que lleva el nombre de este santo. Después de una catástrofe natural y de diversos vaivenes que la dejaron malparada, comenzó a recobrar su esplendor a finales del s. XIX.

Nació Juan el 24 de octubre de 1386 en Capistrano, L’Áquila, Italia. Cursó derecho en Perugia y allí alcanzó tal prestigio como jurista que Ladislao di Durazzo, rey de Nápoles, lo nombró gobernador de la ciudad. En 1416 intervino como pacificador entre las facciones de Perugia y Malatesta, que se hallaban enfrentadas, y fue hecho prisionero. En la cárcel sufrió una radical transformación. Reflexionó sobre la vida que había llevado, y en un sueño san Francisco lo invitó a unirse con sus discípulos. Eso hizo Juan al ser liberado, después de salir victorioso de interna lucha. Aplacadas las voces contradictorias que brotaban dentro de sí, el único impedimento que podría haber tenido era un matrimonio anterior que, por graves razones de peso, cuando ingresó en la cárcel ya se había anulado.

Se hizo franciscano en Perugia en octubre de 1416, a la edad de 30 años. Primeramente fue destinado a misiones humildes. En ese momento la necesidad de regresar a la observancia primitiva gravitaba sobre la comunidad, instada por san Bernardino de Siena. Ambos entablaron entrañable amistad. Bernardino le enseñó teología y Juan le correspondió estando a su lado; le defendió frente a las acusaciones de herejía. Además compartieron similares bríos que les llevaron a preservar la fe frente a los infieles. Aún no había sido ordenado, y Juan comenzó a destacar en la predicación. A los 33 años recibió ese sacramento. Entonces el papa le nombró inquisidor de los fraticelos, y emprendió una misión itinerante por distintos estados europeos. Combatió las herejías de los husitas, participó en la dieta de Frankfurt y fue artífice de la unidad entre los armenios y Roma. De forma reiterada le designaron vicario general de la observancia, fue nuncio apostólico en Austria, etc.

Hacía poco que era sacerdote cuando dijo: «Aunque no tengo la última responsabilidad, estoy decidido a invertir todas mis fuerzas, hasta el último momento de mi vida, en defensa del rebaño de Cristo». Lo demostró. Era un hombre de oración, gran penitente. Su rostro era, en sí mismo, un tratado de vida ascética. Dormía dos horas y, a veces, una sola; austero en sus alimentos, templado y prudente en sus juicios, todo caridad y dulzura, entregado por completo a su prójimo. Las huellas del rigor que se impuso iluminaban sus ojos; eran una candela viva de amor a Cristo. La gente le seguía y le escuchaba enfervorizada, viendo en su llamada a la conversión una invitación del cielo. En Brescia predicó ante 126.000 personas. Su fama a la hora de sanar a los enfermos le precedía, y muchos intentaban tomar como reliquia trozos de su túnica. Sabiendo el valor de la formación, instó a sus hermanos al estudio: «Ninguno es mensajero de Dios si no anuncia la verdad; y no puede anunciar la verdad quién no la conoce; y no puede conocerla si no la aprendió […]. Deben encontrar el tiempo para dedicarse a las letras y a las ciencias... para no tentar a Dios con vanas presunciones...».

Los pontífices contaron con él valorando sus excelentes dotes para la diplomacia, su prudencia y fidelidad a la Sede de Pedro. Tanto Martín V, como Eugenio IV, Nicolás V y Calixto III le encomendaron diversas causas delicadas que solventó admirablemente. Declinó ser obispo en tres ocasiones; prefería mantener la misión de predicador. En 1430 se implicó en un asunto que incumbía directamente a su Orden: la unidad. Para lograrla propuso las constituciones martinianas (en honor de Martín V), pensando que con ellas podría mediar entre las dos tendencias polarizadas que surgieron entre los franciscanos: el laxismo y el rigorismo. No tuvo éxito en su empeño. Sufrió críticas e incomprensiones internas, que se unieron a otras externas.

Fue un ardoroso defensor de la fe en lugares de batalla. Animaba a las tropas a luchar bravamente por Cristo: «Sea avanzando que retrocediendo, golpeando o siendo golpeados, invoquen el nombre de Jesús. Solo en Él está la salvación y la victoria». La última en la que participó fue en 1456, en Belgrado, obteniendo la victoria con su fe; tenía entonces 70 años. Tres meses más tarde, el 23 de octubre de ese año, murió en Vilak a causa de la peste. En aras de su proverbial obediencia al pontífice hubiese ido donde fuera. Así se lo había confesado a san Bernardino: «Soy un viejo, débil, enfermizo... No puedo más... Pero si el papa lo dispusiera de otra forma, lo acepto, aunque deba arrastrarme medio muerto, o bien debiera atravesar barreras de espinas, fuego y agua». Pero Dios había previsto que entregase su sangre después de haber participado heroicamente en esta guerra contra el turco.

El legado que dejaba a sus hermanos, a la Iglesia y a la posteridad era, como el de todos los santos, un compendio de virtudes heroicas desplegadas sin descanso por amor a Cristo. Tan aclamado en Europa que se le ha considerado «stella Bohemorum», «lux Germanie», «clara fax Hungarie», «decus Polonorum», también «padre devoto» y «varón santo». Inocencio X lo beatificó el 19 de diciembre de 1650. Alejandro VIII lo canonizó el 16 de octubre de 1690.

escrito por Isabel Orellana Vilches (23 de octubre de 2014) © Innovative Media Inc.

otros santos 23 de octubre:

- San Ignacio de Constantinopla

miércoles, 22 de octubre de 2014

22 de octubre: Santas Nunila y Alodia

Vírgenes y mártires
(† 851)

Uno de los momentos más emocionantes de la historia de España es aquel en que el espíritu cristiano se agita en convulsiones heroicas, a punto de ser sofocado por la absorción creciente del islamismo. Los doctores de Córdoba, Eulogio y Álvaro sobre todo, han despertado entre sus correligionarios el entusiasmo por lo antiguo y lo tradicional. Es una generosa tendencia tradicionalista, un noble ardimiento orientado hacia la resurrección de las antiguas glorias, lo mismo literarias que religiosas; una magnífica exaltación en defensa del pasado contra la invasión y el dominio de un mundo de ideas exóticas importado por los invasores. En esta actitud no había intenciones violentas ni revolucionarias, pero su misma valentía debía traer necesariamente, primero, la suspicacia de los emires, y luego, la persecución declarada. La persecución estalló en 851, bajo el gobierno de Abderramán II. Fue Córdoba la que dio entonces el mayor número de mártires; pero no faltaron tampoco ilustres confesores de la fe en las regiones más apartadas de la capital.

Tales fueron las dos vírgenes Nunila y Alodia, «bellas rosas—dice Eulogio—que florecieron entre las espinas», cuyo aroma perdura hasta nuestros días en las montañas de Huesca. Habían nacido en el seno de una familia poderosa, en un pueblo cercano al Pirineo. Su madre era cristiana y su padre musulmán. Hijas de un matrimonio mixto, estaban condenadas por la ley a seguir la secta de Mahoma. Debían ser musulmanas, si no querían perder la vida; pero su madre las educó tan cristianamente, que no sólo se decidieron a ser cristianas, sino también vírgenes de Cristo. Su padre, que era un hombre tolerante, les dejaba hacer su voluntad; pero murió cuando estaban en la flor de su edad; y su madre les dio un padrastro, un padrastro que era celoso musulmán y espiaba los pasos de las niñas. Ya no podían ir al templo de los cristianos; y en casa, en vez de practicar las piadosas costumbres de su religión, tenían que acomodarse a los usos del Islam, rezar la oración prescrita cuando el almuédano gritaba desde la torre, hacer todos los viernes la purificación legal, ayunar cuando llegaba el mes santo del Ramadán, y empezar todos los días con la ablución litúrgica que la tradición alcoránica impone a los musulmanes.

Disimularon algún tiempo cuanto pudieron, hasta que en casa se habló de casamiento. Su padrastro había buscado para ellas dos jóvenes moros de los más distinguidos de la tierra. Era el momento de plantarse valientemente, y ellas no dudaron en cumplir con su deber.

—Somos cristianas—dijeron—, y, además de cristianas, esposas de Jesucristo.

Fueron inútiles las razones y las amenazas. Los golpes llenaban de cicatrices su cuerpo, pero no hacían mella en su alma. Entonces el mahometano cogió a las dos muchachas y las llevó al tribunal del cadí de Huesca:

—Juez—le dijo—, aquí tienes a estas dos hijas de mi mujer, que, educadas en el Islam, han sido pervertidas por los cristianos.

Este juez se llamaba Abensomail. No era hombre sanguinario, y quiso hacer todo lo posible para no aplicar la ley del Alcorán.

—¿Es verdad lo que dice vuestro padre?—preguntó a las jóvenes.

—No llaméis nuestro padre a ese impío—respondió Nunila, que era la mayor—. Todo cuanto ha dicho es mentira, pues desde nuestra infancia no hemos adorado a otro Dios que a Cristo.

Esta defensa no era suficiente ante la ley: la hija de un musulmán debía ser musulmana, o, de lo contrario, morir. Pero Abensomail, compadecido de la juventud y la belleza de las dos muchachas, hizo cuanto pudo por salvarlas. Para convencerlas, les habló de la dulzura de la vida, de la envidiable posición que se les preparaba, de la dicha que podrían gozar mostrándose algo más sensatas y condescendientes. A estas razones contestó Nunila con un bello discurso, que nos ha conservado su biógrafo, San Eulogio de Córdoba.

—¡Oh cadí!—fueron sus palabras—; no te empeñes en apartar del culto de Dios a dos vírgenes que por su gracia han llegado a conocer que no hay riqueza alguna fuera de Cristo, ni hay felicidad sino en la religión cristiana, por la cual viven los justos y los santos triunfaron de los reinos. Con Cristo está la vida, y sin Él la muerte; permanecer a su lado y vivir en Él es la verdadera alegría; separarse de Él, la perdición eterna. En cuanto a nosotras, tenemos el propósito de no abandonarle; le hemos consagrado la santidad de nuestro cuerpo, y esperamos ser admitidas en su tálamo nupcial. Las ventajas de esas cosas perecederas que nos propones, las despreciamos, porque sabemos que todo es vanidad bajo el sol. No nos acobardan los suplicios, que terminan pronto; y por lo que se refiere a la muerte con que nos amenazas, la recibiremos muy contentas, sabiendo que ella nos abre las puertas del Cielo y nos lleva a los brazos de Cristo.

Abensomail, encantado por la gracia de la doncella, la dejó decir cuanto quiso. Repugnábale tener que segar aquellas hermosas cabezas, y haciendo un último esfuerzo, puso a las dos muchachas en casa de unas devotas mujeres musulmanas; creyendo que llegarían a hacerlas cambiar de parecer.

Algunos días después las llamaba de nuevo a su presencia y les decía:

—¿Cuál es vuestra última resolución?

—La misma de siempre—respondió Nunila—; somos cristianas y debemos cumplir con nuestro deber; cumplid vos con el vuestro.

El cadí ordenó al verdugo:

—Toma la espada y acabemos de una vez.

Entonces se vio un espectáculo admirable.

—Extiende el cuello—dijo a Nunila el ejecutor. Así lo hizo la virgen, mientras decía a la más pequeña:

—Haz hermana, lo que yo hiciere.

—No temas que obre de otra manera—respondió Alodia.

Después Nunila saltó al medio con alegría, echó mano a su cabellera, la pasó alrededor de su rostro, y dijo al verdugo:

—Hiere con rapidez. El verdugo levantó la espada y la dejó caer, pero con tan mala suerte, que vino a dar en la mandíbula y dejó la cabeza colgando. El cuerpo de la mártir se desplomó, estremeciéndose con los últimos espasmos de la muerte. Alodia se acercó a él para extender con decoro el vestido, y aún pudo recoger la postrer mirada de aquellos ojos queridos. Después, impaciente de sufrir, extendió también ella su cabeza; pero se oyó la voz del juez que decía:

—Un instante, joven; puedes salvarte. Aún estás a tiempo; no seas tan loca como tu hermana.

—No, no—respondió la virgen con decisión—; yo también quiero morir. La espada... pronto. No quiero vivir sola. Al decir estas palabras, vio cruzar el aire una paloma blanca. Pensó que era el alma de Nunila, y anadió:

—Aguárdame, hermana; sólo un momento.

Después, sujetando el vestido con el velo en torno de las piernas y cubriendo la faz con los cabellos, se arrodilló junto al cuerpo de su hermana y ofreció al verdugo la cabeza. Así, con esta gracia campestre, con esta sencillez hogareña, dieron su vida las dos nobles heroínas de las montañas de Huesca. Algo más tarde, sus cuerpos, lirios convertidos en rosas, fueron trasladados al monasterio más famoso de Navarra, San Salvador de Leyre, y allí, en una arqueta de marfil, obra maestra del arte hispanoárabe, adornada de ciervos, leones y follajes, descansarán durante siglos. En las ruinas de la abadía desierta, a uno y otro lado de la puerta románica, admira todavía el turista las imágenes de las vírgenes intrépidas, que, envueltas en sus amplias cicladas, pisotean la cabeza de la bestia que un día vencieron con su muerte.

(fuente: divvol.org)

otros santos 22 de octubre:

- Beato Juan Pablo II

martes, 21 de octubre de 2014

21 de octubre: San Pedro Yu Tae-ch'l

Mártir Laico

Martirologio Romano: En Seúl, en Corea, san Pedro Yu Tae-ch’l, mártir, que a los trece años exhortaba a los compañeros de cárcel a aceptar los tormentos, consumando su martirio al recibir cien azotes y ser estrangulado (1839).

Fecha de canonización: 6 de mayo de 1984, por S.S. Juan Pablo II.

Desde los primeros siglos, siempre ha sido muy difícil encontrar información segura sobre los mártires, ya que, aunque constituyen el grupo más grande de los santos, los cristianos probablemente nunca han considerado correcto recopilar los detalles de su existencia terrena, sino más bien poner debida atención en su último testimonio de fe cristiana, el cual lo realizó con el derramamiento de su sangre. Este problema subsiste incluso con mártires de los tiempos modernos, especialmente si vivía en algún rincón remoto del planeta, o si murió a una edad temprana. Y éste es indisputablemente el caso del mártir que recordamos hoy: San Pedro Yu Tae-ch’l, de nacionalidad coreana y muerto con apenas trece años.

Pedro nació en 1826 en Ipjeong, cerca de Seúl. A la edad de trece años (aproximadamente, porque no sabemos la fecha exacta de su nacimiento), fue encarcelado en Seúl por los enemigos de la fe cristiana. Durante su permanencia en la cárcel no paró de exhortar a los demás presos a resistir las torturas a las que eran sometidos. El padeció muchos sufrimientos, y consumó su martirio por estrangulación.

Fue beatificado en 1925 y canonizado por S.S. Juan Pablo II el 6 de mayo de 1984, con 102 mártires que regaron con su sangre el suelo de Corea. El grupo, conocido como "Santos Andrés Kim Taegön, Pablo Chöng Hasang y compañeros" es recordado el 20 de septiembre.

(fuentes: santiebeati.it; catholic.net)

lunes, 20 de octubre de 2014

20 de octubre: San Artemio de Antiioquía

Megalomártir

Santo Tradicional, no incluido en el Martirologio Romano actual Martirologio Romano (1956): En Antioquía, san Artemio, Procónsul, que habiendo desempeñado, en tiempo de Constantino el Grande, muy honrosos cargos en la milicia, por orden de Juliano Apóstata a quien echó en cara su crueldad contra los Cristianos, fue apaleado, diversamente atormentado, y por último degollado. († 363)

San Artemio de Antioquía, conocido como "el gran mártir" o "megalomártir", fue militar y prefecto del imperio romano en Egipto, durante el siglo IV de nuestra era. Anteriormente había servido como oficial en el imperio de Constantino I. Uso su elevada posición para difundir el cristianismo.

Durante el reinado de Juliano el Apóstata fue un hereje arriano, cazando y persiguiendo monjes, religiosas y obispos, incluido San Atanasio de Alejandría. Sin embargo a través de la oración y debido al horror de las persecuciones Artemio se convirtió a la ortodoxia cristiana, apoyando la fe y volviéndose contra los paganos, incluido el emperador Juliano.

Artemio fue decapitado en la ciudad de Antioquía en el año 363, a donde había sido llamado por el emperador Juliano por mala administración de su provincia. Los cargos provenían de su persecución de los paganos en Alejandría, y su uso de tropas en la captura y despojo del Templo de Serapis promovida por el obispo arriano Jorge de Laodicea. En base a su martirio es considerado santo.

escrito por Samuel N Lieu 
(fuentes: Constantine to Julian: A Source History; catholic.net)

domingo, 19 de octubre de 2014

19 de octubre: Santa Frideswide

Patrona de Oxford

Martirologio Romano: En Oxford, en Inglaterra, santa Frideswide, virgen, que, siendo de estirpe regia, fue elegida abadesa de un monasterio doble de monjes y de monjas (735).

Santa Frideswide es la patrona de Oxford. Guillermo de Malmesbury nos dejó la reseña más sencilla de la leyenda de la santa en un escrito anterior al año 1125. Frideswide, una vez que se vio libre de las solicitudes de un reyezuelo, fundó en Oxford un monasterio y pasó ahí el resto de su vida. Según la forma más compleja de la leyenda, Frideswide era hija del cortesano Didán y de su esposa Safrida. La educación de la niña fue confiada a una dama llamada Algiva. Cuando Frideswide leyó que "todo lo que no es Dios es nada" se sintió llamada a la vida religiosa. Pero el príncipe Algar, prendado de su belleza, trató de raptarla. Entonces, la joven huyó con dos compañeras por el río Isis y se ocultó durante tres años en la cueva que servía de guarida a un jabalí. Como continuase la persecución de Algar, Frideswide invocó la ayuda de Santa Catalina y Santa Cecilia, con el resultado de que el pretendiente quedó ciego hasta que prometió dejar en paz a la doncella. Según la leyenda, esa era la razón por la que los reyes de Inglaterra, hasta Enrique II, no iban jamás a Oxford. Para poder consagrarse más plenamente a Dios en la soledad, Santa Frideswide construyó con sus manos una celda en el bosque de Thornbury (actualmente Binsey), donde se acercó al Reino de los Cielos mediante el fervor y la penitencia. Se cuenta que la santa hizo brotar la fuente de Binsey con sus oraciones y que los peregrinos solían acudir allá en la Edad Media. La muerte de Frideswide suele situarse en el año 735. Dios honró su sepulcro con numerosos milagros, de suerte que se convirtió en uno de los principales santuarios de Inglaterra.

Por lo que parece, la leyenda de Santa Frideswide, tal como se canserva carece de fundamento histórico y no merece crédito alguno. Sin embargo, es probable que la santa haya fundado un monasterio en Oxford, en el siglo VII El monasterio fue restablecido en el siglo XII por los canónigos regulares de San Agustín. En 1180, las reliquias de Santa Frideswide fueron trasladas solemnemente a la iglesia construida en su honor. El canciller y los miembros de la Universidad solían ir al santuario dos veces al año, a la mitad de la Cuaresma y el día de la Ascensión. En 1525, el cardenal Wolsey, con autorización del Papa Clemente VII, disolvió el convento de Santa Frideswide y fundó ahí el Cardinal College; la iglesia conventual se convirtió en capilla del colegio. En 1546, Enrique VIII cambió el nombre de colegio por el de "Aedes Christi" (Christ Church) y la capilla se convirtió en catedral de la nueva diócesis de Oxord. Durante el reinado de María, la Santa Sede reconoció la diócesis y catedral. Por entonces, las reliquias de Santa Frideswide fueron recogidas, aunque probablemente no dispersadas, ya que el año de 1561, cierto canónigo de Christ Church, que probablemente estaba loco, profanó las reliquias con un fanatismo increíble. Durante el reinado de Eduardo VI, había sido sepultada en la iglesia la monja apóstata Catalina Cathie, quien había contraído matrimonio con el fraile Pedro Mártir Vermigli. Los restos de Catalina habían sido removidos en la época de la reina María; pero el canónigo Calfhill los reunió con los de Santa Frideswide y los sepultó en la iglesia. Al año siguiente, vio la luz un escrito latino (y otro alemán) en el que se relataban los sucesos, con ciertos comentarios seudopiadosos sobre el texto "Hic jacet religio cum superstitione" (aquí yace la religión junto con la superstición). No es seguro que dicho texto haya sido grabado sobre el sepulcro, aunque varios autores, entre los que se cuenta Alban Butler, lo afirman así. Este comenta: "el sentido obvio de la inscripción nos lleva a pensar que aquellos hombres querían matar y sepultar toda religión."

El nombre de Santa Frideswide figura en el Martirologio Romano. Su fiesta celebra en la arquidiócesis de Birmingham.

(fuentes: ar.geocities.com/misa_tridentina01; catholic.net)

sábado, 18 de octubre de 2014

18 de octubre: San Lucas Evangelista

(Siglo I)
Patrono de los Artistas.

San Pablo nos habla varias veces en sus cartas de un compañero suyo en la predicación evangélica llamado Lucas, «cuya alabanza corre por todas las iglesias». Una vez le llama médico querido, su médico, el que vigilaba sobre su salud en aquellas frecuentes enfermedades que entorpecían su apostolado. En otra ocasión nos dice de una manera implícita que venía, no de la circuncisión, sino de la gentilidad.

Por testimonios del siglo II—San Ireneo y el canon de Muratori, y con ellos toda la tradición cristiana—, sabemos que este discípulo del Apóstol fue el que escribió el tercer Evangelio y los Hechos de los Apóstoles; y ya más tarde, el historiador de la Iglesia, Eusebio de Cesárea, nos hace saber que Lucas era de Antioquía. Aquí debió de conocer Lucas a San Pablo desde el principio de sus tareas apostólicas. Acompañóle en el viaje de Troas a Filipos, en Macedonia, donde parece residió algún tiempo mientras el Apóstol evangelizaba las ciudades de Grecia. Otra vez le vemos al lado de San Pablo durante su larga cautividad de cuatro años (59-63), primero en Cesárea y luego en Roma, donde se encuentra con San Pedro y asiste, acaso, a su martirio, si es que no va camino de España con su maestro el Apóstol de las Gentes. Cuatro anos más tarde, cautivo de nuevo en la capital del Imperio, Pablo escribe a Timoteo, su discípulo, diciéndole «que Lucas es el único que está con él».

Desde este momento, el médico antioqueno se nos pierde de vista; pero un texto anterior, según todas las probabilidades, a la paz de Constantino, asegura que volvió a Oriente, que predicó en el Peloponeso permaneciendo virgen hasta su muerte, y que murió en Tebas a los ochenta y cuatro años, lleno del Espíritu Santo.

Teodoro el Lector, escritor bizantino del siglo VI, añade una nueva noticia: dice que, además de médico, Lucas era pintor, y que hacia el año 420 la emperatriz Eudoxia envió a Pulquería un icono de la Madre de Dios pintado por él. San Agustín no sabía nada acerca de esto, pues en su tratado acerca de la Santísima Trinidad escribía: «No nos es dado saber cómo era el rostro de la Virgen María.» Por lo demás, San Lucas puede considerarse como el patrón de la pintura cristiana, pues de su Evangelio tomaron las pinturas de la Edad Media y del Renacimiento aquellos temas, tantas veces reproducidos, de la Anunciación, la Visitación, la Adoración de los Pastores, la Presentación en el templo, los Discípulos de Emaús y otros muchos.

Pero el alma de San Lucas debemos burearla, más que en estos datos dispersos, en los dos libros que escribió: el Evangelio y los Hechos, compuestos alrededor del año 63, antes de que estallara la persecución de Nerón y los cristianos fuesen declarados fuera de la ley. El Evangelio de San Lucas es ciertamente posterior a los otros dos sinópticos, incluso a San Marcos, que escribe antes del año 61; y es anterior a los Actos de los Apóstoles, que, según la erudición moderna, fueron compuestos antes que San Pablo saliese de su primera prisión en Roma, es decir, antes de la gran persecución del año 64. En aquellos días en que San Pablo escribía a los Colosenses: «Sólo Lucas está conmigo.» Los Hechos de los Apóstoles nos revelan el corazón enamorado de la buena nueva, predicada junto al lago de Genesareth. Relatan con apasionamiento el martirio de San Esteban y la noble actitud de los Apóstoles frente a las autoridades judías; descubren una admiración sin límites por la empresa gigantesca del Apóstol de las Gentes, y encierran un fondo de alegría incontenida en presencia de los triunfos maravillosos de la fe.

Tales son los sentimientos que movieron al autor y que pusieron en su lenguaje acentos épicos y un aire de sencillez y de grandeza al mismo tiempo. Expresión de la conciencia del cristianismo naciente, este libro es un libro de gozo, de entusiasmo, de ardor sereno y de juventud de corazón. Hay que retroceder a los cantos homéricos para encontrar algo parecido. Si la primera poesía cristiana es la del lago de Genesareth, la segunda es la de estas odiseas apostólicas; poesía que nos trae un aliento de brisa mañanera, que nos da una sensación deliciosa de frescura y optimismo, que viene cargada de esencias de mar, sanas y vigorosas. Todo en ese relato es vida y colorido, sobre todo cuando se nos habla de las navegaciones de Pablo. Lucas tiene el sentido helénico del mar; un sentido que se desarrolla en aquellas costas del mar Egeo, donde las aguas son tan tentadoras, los vientos tan regulares, los ocasos tan espléndidos; donde la superficie, semejante a una balsa de aceite dormido, con su pesadez y sus reflejos metálicos es tan densa y oscura, que parece invitarnos a pasear sobre ella. Hablando de sus viajes por tierra, Lucas es sumamente sobrio; pero desde que se ve en una nave, los detalles se acumulan en su memoria y las palabras en su pluma. Es la voz de la sangre y la fuerza del temperamento.

También el Evangelio, a pesar de su objetividad escrupulosa, nos revela la personalidad del Evangelista. Vemos al médico, al letrado, al narrador concienzudo, al hijo de gentiles, al discípulo de San Pablo.

La tradición primitiva sobre la profesión de San Lucas tiene su confirmación evidente en el examen de su obra. Una investigación paciente ha logrado señalar muchos términos técnicos que se encuentran también en las obras de Dios-córides, de Hipócrates, de Galeno y de otros médicos antiguos; a veces, la descripción de las enfermedades revelan el ojo clínico del profesional; la terminología nos sorprende por su escrupulosidad, sobre todo cuando se trata de la curación de la suegra de Pedro, de la hemorroisa, del joven endemoniado, del poseso de Gerasa y del sudor de sangre en el huerto de Getsemaní, que sólo el tercer Evangelista nos recuerda. Es interesante observar cómo San Lucas descubre el espíritu de cuerpo al contar la curación de la mujer que sufría el flujo de sangre. Vemos claramente que se inspira en el relato de San Marcos, el cual nos dice «que la enferma había sufrido mucho, durante doce años, de parte de muchos médicos, con quienes había consumido toda su hacienda sin conseguir la menor mejoría». Lleno de consideración para con sus colegas, Lucas reproduce el relato, pero limitándose a decir que aquella pobre mujer había estado enferma doce años, sin que nadie hubiera podido curarla.

Un rasgo que conviene recordar es la semejanza del prólogo de San Lucas al Evangelio, tan admirado por su sobriedad, con el que puso Pedanio Dioscórides a su libro Sobre la materia médica. Lucas dedica su Evangelio a una determinada persona, a Teófilo, el mismo que encontramos luego en el comienzo de los Actos de los Apóstoles, y le dice en unas breves frases, que tienen un gran valor histórico como documento relativo a la época en que se compusieron los Evangelios: «Puesto que muchos se esforzaron en ordenar un relato de las cosas que se realizaron en nosotros, como nos lo transmitieron los que las vieron desde el principio y fueron los servidores de la palabra, me pareció también a mí, después de investigarlo todo diligentemente desde el principio, escribirte a ti ordenadamente, oh excelente Teófilo, para que conozcas la solidez de los discursos acerca de los cuales fuiste catequizado.» Recordamos, sin querer, el comienzo del prólogo que puso el médico griego a su obra: «Puesto que muchos, no sólo de los antiguos, sino también de los modernos, ordenaron sus conocimientos sobre la preparación, la virtud v la prueba de las medicinas, intentaré yo también, excelente Areo, mostrarte lo que he llegado a conocer sobre este argumento.» Y no olvidemos que Dioscórides era contemporáneo de Lucas y que, como su maestro el Apóstol de las Gentes, había nacido en la región de Tarso.

Muchas veces, después de las predicaciones paulinas en Asia Menor, en Grecia, en Corinto, en Roma, había oído preguntar a los oyentes: «¿Quién es ese Jesús de quien nos habla el predicador hebreo? ¿Dónde ha nacido? ¿Cuál es su vida, su doctrina, su muerte? ¿Por qué le llaman Salvador?» A estas cuestiones se propuso responder Lucas en su Evangelio, y muy particularmente a la última. La idea de un hombre salvador, extendida entonces en todo el Imperio romano, se encuentra en cada página del tercer Evangelio. Él anuncia la salud universal, «la paz para todos los hombres». Al tejer la genealogía de Cristo, no se detiene en Abraham, como San Mateo, sino que llega hasta el padre del género humano, para dar a entender que todos tienen derecho a los beneficios de la salvación. Esto es lo que se llama el universalismo de San Lucas, idéntico al universalismo de San Pablo. Un claro parentesco espiritual une los escritos de San Lucas con las epístolas paulinas, un parentesco que se revela en los vocablos y frases típicas, muy numerosas, que son exclusivas de ambos en el Nuevo Testamento, pero más todavía en el pensamiento que se inspira en los grandes principios de la catequesis de Pablo, la universalidad de la redención, la bondad y humanidad, o filantropía, como se dice en la Epístola a Tito, el esplendor de la humildad y la pobreza, el poder de la oración, el gozo del espíritu, que habita en los corazones abiertos a la fe. Un rasgo propio de San Lucas es el presentar a Jesús como el médico supremo de los cuerpos y las almas. Sólo él recuerda aquella expresión conocida, que sale de boca de sus paisanos, los nazarenos: «Médico, cúrate a ti mismo»; y como para eliminar el dejo de desconfianza que aleteaba en ella, añade algo más abajo: «De él emanaba un poder que sanaba a todos.» Tanto como el Maestro divino. Jesús es el remediador misericordioso de las dolencias humanas, el consolador de los afligidos, el dulce perdonador de los corazones extraviados. El Dante resumía este carácter del tercer Evangelista con una frase feliz al llamarle «el secretario de la mansedumbre de Cristo». Él nos trae la buena nueva de la bondad y de la misericordia. Jesús es, ciertamente, el Salvador de todos los hombres; pero es, de una manera especial, el amigo de los necesitados, de los humildes, de los desheredados de la tierra. Él no dice, como San Mateo: «Bienaventurados los pobres de espíritu»; sino simplemente: «Bienaventurados los pobres». Por esta íntima compasión que le penetra, decía Renán que este libro es el más bello que existe en el mundo, y es preciso reconocer que en esta hipérbole hay menos exageración que en otros juicios suyos. Si ha de haber algún privilegio, se diría que es para los pecadores. Mateo y Marcos habían hablado de la bondad de Jesús para con los publícanos. Lucas es el que nos habla del perdón concedido a la pecadora, de la parábola del dracma perdido, del pastor que pone sobre sus hombros la oveja perdida, del hijo pródigo, de la conversión de Zaqueo, del buen ladrón, y, ¡cosa aún más conmovedora!, él nos muestra la alegría profunda y exuberante del que perdona, el movimiento de las entrañas paternales, revelación maravillosa del corazón de Dios, que ha movido tantas almas al arrepentimiento. Sólo San Lucas reproduce aquella palabra de Jesús moribundo: «Padre: perdónalos, porque no saben lo que hacen.»

Pero este evangelio de la misericordia es también el de la penitencia, el de la oración, el de la pureza. Él es el que nos ha conservado una de las más bellas plegarias del cristianismo, el Avemaria; el que nos muestra en toda su belleza la virginidad de la Madre de Dios; el que ha dado a la liturgia los hermosos cánticos del Magnificat, el Benedictus, el Nunc dimitis y el Gloria in excelsis Deo; el que ha pintado con rasgos sobrios y fuertes la figura de mujeres que rodean a Jesús: María, Isabel, Ana la profetisa, la viuda de Naín, la pecadora que amó tanto; Juana, la que cuidaba del Salvador y sus discípulos; Marta la hospitalaria; María, la que se sentaba a los pies del Maestro escuchándole; las hijas de Jerusalén, que siguen al Crucificado cuando los hombres le abandonan. Esta serie brillante de figuras femeninas, encabezada por la que es bendita entre todas las mujeres, nos ofrece otro aspecto emocionante del tercer evangelio. Recuérdese lo que era en el siglo I aquella sociedad romana, en medio de la cual aparecía; recuérdese el libro famoso de Petronio el Arbitro, el más cínicamente obsceno de la romanicidad clásica, pero también el que nos pinta con mayor fidelidad el lujo asiático, reservado a unos pocos en aquella sociedad compuesta de multitudes hambrientas, de esclavos y proletarios. El mismo Séneca, con el cual se encontró acaso San Lucas en las calles de Roma, decía, hablando de la mujer, que es «impudens animal et ferum, cupiditatum incontinens», y el que llegó a pensar, con un sentido casi cristiano, «que el dinero no puede asemejarnos a Dios, porque Dios dispone de otras riquezas, y de éstas, «nihil habet, nudus est», hubo de confesar, delante de Nerón, que poseía inmensos tesoros, amontonados en gran parte por la usura. Frente a este concepto pagano presentaba San Lucas en su Evangelio el ideal de la exaltación de la mujer, el encomio de la pobreza; la alabanza de la alegría en la vida sencilla y humilde; oponiendo a los excesos de la ambición y la lujuria, el binomio de la pureza y la pobreza, que trae como fruto el espíritu de la perfecta alegría. Sólo él acentúa la humildad de la Madre de Jesús; la pobreza de su ofrenda en el templo, el nacimiento tan oscuro del Salvador en Belén, la baja extracción de sus primeros adoradores; sólo él describe aquel episodio de la sinagoga de Nazaret, en que Jesús se aplica a Sí mismo el texto profetice: «El espíritu del Señor sobre Mí; por eso me ungió para evangelizar a los pobres»; sólo él nos recuerda la necesidad en que estaba el Señor de que algunas mujeres ricas proveyesen a su sustento. No era, sin embargo, un ebionita, como algunos han sospechado. La índole universalista de su Evangelio y su mismo origen excluyen toda verosimilitud de contacto con esta secta, animada de un espíritu auténticamente judaico.

Al leer este evangelio de misericordia y renunciamiento, de bondad y de anhelo de santificación, el excelente Teófilo, y en él todos los gentiles, a quienes estaba dirigido, debieron comprender las razones de la transformación moral que se obraba en torno suyo y en el fondo de sus corazones: el mundo tenía un Salvador.

Formado en escuelas paganas, el médico antioqueno traía a la primitiva comunidad cristiana la cultura del helenismo alejandrino. Es el más literario de los evangelistas; usa un griego escogido, tiene una dicción fácil, generalmente pura y con frecuencia elegante. Sus prólogos son de una sobriedad y de un gusto clásicos.

Posee, además, el sentido de la historia, de la historia considerada como auxiliar de la fe. Quiere hacer un relato «seguido y ordenado»; para eso, como él no ha estado presente a los acontecimientos de la vida del Señor, «ha examinado cuidadosamente las cosas desde su origen» y ha consultado «a los que desde el principio fueron testigos oculares y ministros de la palabra»; todo a fin de que Teófilo «reconozca la solidez de las enseñanzas de los que le catequizaron». Esto es lo que le mueve a escribir «ordenadamente», es decir, teniendo en cuenta la conexión cronológica de los hechos entre sí y con los acontecimientos de la historia profana, y, al mismo tiempo, la conexión lógica de las causas y los efectos, y la afinidad de los argumentos entre sí. Tal ha sido el programa de Lucas. Historiador de visión certera, empieza encuadrando su relato dentro de la historia profana contemporánea, insinuando así que el cristianismo abría una nueva era para la humanidad, como había hecho Polibio al comenzar su Historia, consciente de la nueva civilización que traía al mundo el dominio de Roma. Verdadero historiador es también San Lucas, al seleccionar sus fuentes, relatos orales de los primeros discípulos de Jesús, y textos escritos, que han dejado frecuentes semitismos en la primera parte de su Evangelio.

Se alaba a Polibio por haber comprendido que la conquista romana creaba una nueva Historia, la Historia universal de los pueblos civilizados. Una intuición todavía más admirable es la de Lucas al escribir la historia de la salvación del género humano cuando no hacía más que alborear. Los dos se proponen un mismo fin: la solidez. El historiador del avance de las legiones romanas y el de las conquistas evangélicas, usan la misma palabra.

Con este fin, examinan, consultan, ordenan. Lucas ha buscado las fuentes escritas. Entre las demás, conoce el evangelio de San Marcos y lo aprovecha; pero no ha querido hacer, como «el intérprete de Pedro», un confuso mosaico de los discursos del Señor, sino una relación ordenada lógica y cronológicamente. La cronología, uno de los ojos de la Historia, le preocupa desde el principio hasta el fin. Si hace menos caso de la geografía, es porque para el ambiente en que había de leerse su obra importaba poco el conocimiento de las pequeñas villas de Palestina por donde había pasado Jesús. Además, helenista consciente, educado por aquella Grecia más orgullosa de sus pensadores que de sus capitanes, gustábale más señalar el triunfo de las ideas en las almas. La geografía, el escenario verdadero de su Historia, estaba en el corazón del hombre; y al corazón del hombre es a donde se dirige la mirada del evangelista antioqueno, para dejar en él la semilla de la fe, para convencerle de que el Cristo, predicado por el antiguo fariseo de Tarso, es ,el Salvador misterioso que esperaba el mundo antiguo.

(fuente: www.divvol.org)
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