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domingo, 26 de enero de 2014

26 de enero: San Tito

Obispo
(Siglo I)

Tuvo San Pablo dos discípulos predilectos: Timoteo y Tito. Timoteo fue más tiernamente amado; Tito, más vivamente estimado como instrumento utilísimo en los momentos difíciles, en las misiones espinosas. Timoteo es el admirador sumiso e incondicional que apenas puede separarse del lado de su maestro; Tito, el colaborador hecho a todos los peligros y aventuras evangélicas. Viene de la gentilidad, mientras que su compañero viene del judaismo. Es menos afectivo, pero más enérgico, más fuerte en las contradicciones y más experimentado en los negocios. San Pablo le llama su ayuda preciosa, su hijo querido, su amadísimo hermano.

San Tito, discípulo de San PabloMaestro y discípulo se conocieron en la ciudad de Antioquía. Buen catador de hombres. Pablo abre a aquel hijo del paganismo los tesoros de su caridad, le asocia a su apostolado, y en el año 52 le lleva en su compañía al concilio de Jerusalén. La presencia de Tito fue allí objeto de vivas discusiones, que fácilmente hubieran degenerado en un cisma. Pensaba la mayoría que era necesario circuncidar a los gentiles y hacerles guardar la ley de Moisés. Ahora bien: Tito no estaba circuncidado, era el único incircunciso de la Iglesia de Jerusalén. ¿Cómo admitirle en los ágapes que se celebraban cada domingo? Todo gentil, todo prosélito que no se había transformado en hijo de Israel por la circuncisión, era a los ojos de los hebreos un ser inmundo, con el cual estaba prohibida toda comunicación. En consecuencia, los rigoristas exigían en el discípulo de Antioquía este rito sangriento para entrar en relaciones con él. Otros, más moderados, veían al compañero de Pablo, convertido en hermano por la fe, mediante la ablución del bautismo. La contienda fue reñida, y, como era natural. Pablo se puso de parte de su discípulo; pero, evitando toda participación en las discusiones públicas, quiso entenderse por las buenas con los tres Apóstoles que estaban presentes en la Ciudad Santa: Pedro, Juan y Santiago.

Los dos primeros fueron fáciles de persuadir. Hombres en quienes Cristo había dilatado la caridad, entraron inmediatamente en las amplias miras que guiaban al Apóstol de las gentes. Santiago se rindió algo más tarde, pero también él quedó desarmado ante la lógica de aquel hombre ilustre ya en la Iglesia por sus éxitos apostólicos. Pablo reclamó la libertad absoluta frente a la ley mosaica, y la obtuvo. Convínose en que la circuncisión no era necesaria; pero, concediendo también algo a los puritanos, pidióse que, por respeto al templo de Jerusalén y a la presencia de Yahvé, Tito fuese circuncidado. Pablo se opuso a esta solución, juzgándolo una debilidad inútil y un peligro para la fe, y también ahora salió victorioso.

Desde el año 55 se hace más íntimo todavía el trato entre el maestro y el discípulo. Tito va con el Apóstol en su tercera misión: Asia Menor, Macedonia, Acaia, Jerusalén... En Éfeso, Pablo recibió noticias inquietantes de la cristiandad de Corinto: había sediciones, rebeldías, escándalos, cismas. Crevó el Apóstol que nadie como Apolo, el sabio doctor alejandrino, a quien los corintios estimaban por su buena presencia y su palabra elegante, podría restablecer la calma; pero el de Alejandría rehusó aceptar la peligrosa misión. Entonces Pablo puso los ojos en Tito, el compañero abnegado de quien podía decir a las iglesias «que caminaba guiado por su mismo espíritu y siguiendo sus mismas huellas. A pesar de su celo ordinario, de su arrojo ante el peligro y de su tendencia a recibir tranquilamente las cosas, Tito dudó algún tiempo, algo asustado de la mala fama que tenían los de Corinto. Representóle Pablo las cualidades que le harían bienquisto de aquella iglesia, y al fin le convenció, encargándole otro ministerio en Acaia: la colecta para los cristianos de Jerusalén. Quería de esta manera contribuir a la alegría de la Iglesia madre, viendo en estas limosnas un homenaie a su supremacía y al mismo tiempo una muestra de agradecimiento por la condescendencia que habían tenido con él con motivo del concilio.

Desde Éfeso, el Apóstol se trasladó a Tróade, donde esperaba encontrar a su discípulo, vuelto ya de la capital de Acaia. Pero, con gran decepción suya, vio que Tito no había llegado todavía. La idea de Corinto le obsesionaba. ¿Cómo había recibido aquella comunidad a su delegado? Y la carta que con él les enviara, aquella carta «escrita en la grande aflicción, con el corazón oprimido y las lágrimas en los ojos», ¿que impresión había hecho entre ellos? Aguijoneado por la incertidumbre, pasó a Macedonia, y allí le llegaron por fin las noticias suspiradas. La embajada de Tito había tenido un éxito completo. Gracias a su conocimiento de los hombres, la epístola de San Pablo, lejos de ser despreciada, había conmovido todos los corazones. Leída en la asamblea de los hermanos, consiguióse con ella más de lo que se podía esperar: las facciones hostiles, reconciliadas; los rebeldes; movidos al arrepentimiento; los calumniadores de Pablo, obligados a pedir perdón para evitar el castigo; los escandalosos, «entregados a Satanás en el nombre del Señor Jesús», para ser prontamente reconciliados por la penitencia. El genio de Tito le inclinaba a la mansedumbre, y así, desde su llegada supo dar a su viaje un aspecto de indulgencia y de reconciliación. Al principio, los hermanos le miraban con desconfianza y temor, pero no tardó en establecerse una corriente mutua de afecto y de consideración.

Este relato llenó de alegría el corazón del Apóstol. Inmediatamente dictó a Timoteo una carta destinada a felicitar a sus queridos corintios por su generosa conducta. Timoteo era el secretario. Tito era el embajador. También esta vez recibió el encargo de llevarla; pero ahora iba más contento que antes. Tenía gana de verse de nuevo entre aquella comunidad de Corinto, amable hasta en sus extravíos, que le había mostrado tanta docilidad, tanto cariño, tanto respeto y un arrepentimiento tan rápido y sincero. La ausencia sólo había servido para hacerle sentir más profundamente aquel amor, nacido en uno de los momentos más difíciles de su vida. En Corinto se le reunió algún tiempo después San Pablo, y juntos se dirigieron a la Ciudad Santa para entregar la ayuda fraternal de las iglesias de Acaia y Macedonia.

Vienen después el alboroto de Jerusalén, el arresto de Pablo—tan dramáticamente contado por San Lucas—, su viaje de Cesarea a Roma, la primera cautividad, el viaje a España, la vuelta a Oriente. Nuevamente vemos a maestro y discípulo trabajando en el mismo campo. Desembarcan en Creta, cuyas comunidades vivían en el abandono, sin jefes, en perpetuo peligro de extraviarse y a merced de las tendencias judaizantes. Eran grupos de fieles formados de aluvión, que no hacían más que vegetar, pues nadie había hecho aún una evangelización seria en la isla. Reclamado por las iglesias del Asia Menor, Pablo tuvo que ausentarse al poco tiempo, encargando a su discípulo el cuidado de predicar y de organizar la jerarquía en Creta. Era una tarea que requería un tacto especial. Los cretenses se habían adquirido una triste reputación por su carácter y sus costumbres. Cretizar, en griego, era sinónimo de mentir. Los escritores antiguos les llaman avaros, rapaces, astutos, propensos al engaño; y la impresión que sacó San Pablo en el breve tiempo que pasó entre ellos fue muy poco halagüeña. Estos defectos se manifestaban también en los primeros cristianos de la tierra. Si en algunos la gracia había llegado a destruir los instintos de la naturaleza, había otros que sólo eran cristianos de nombre. «Hacen profesión de conocer a Dios—dirá de ellos San Pablo—, pero le niegan con sus obras, haciéndose abominables, rebeldes e inútiles para todo acto bueno. Razón, conciencia, todo en ellos está manchado.» Además, los judaizantes empezaban a sembrar también allí la cizaña. Eran numerosos los charlatanes que, a vueltas del nombre de Cristo, llevaban allí los sueños más absurdos de su fantasía. La fe les importaba poco; lo que querían era hacer dinero predicando la nueva doctrina, y desgraciadamente eran muchas las familias ganadas por sus astucias.

San Tito y San TimoteoA falta de Pablo, Tito era el hombre más capaz de salvar el Evangelio en la isla. Ya sabía lo que de su valor podía esperarse en las horas críticas. Pero lo que más estimaba el Apóstol en su discípulo era el desinterés con que se entregaba a la predicación de la buena nueva. En otro tiempo, para tapar la boca a las acusaciones de los corintios, no había tenido más que recordarles la generosidad de su compañero. «¿Por ventura Tito se enriqueció a vuestra costa? ¿No hemos caminado siempre con el mismo espíritu? ¿No hemos seguido las mismas huellas?» Este desprendimiento era ahora mucho más precioso como contraste con la avaricia de los embaucadores.

Al lado del Apóstol, Tito se había convertido también en un organizador. Las iglesias insulares reflorecieron; el misionero las recorrió una tras otra, fortaleciéndolas con su predicación, poniéndolas en guardia contra los herejes y dotándolas de una jerarquía. Aún no había terminado su misión, cuando, en otoño del año 66, recibió una carta por la que San Pablo, desde la costa de Asia, le encargaba que viniese a su lado. Pero antes debía dejar el cristianismo bien arraigado en la isla, con su doctrina alta y noble, con su moral pura y santa. «Ante todo—dice el maestro al discípulo—, mucha autoridad frente a los indisciplinados, mucha vigilancia en lo que se refiere «a las cuestiones necias, genealogías, altercados y vanas disputas sobre la Ley; habla con imperio, que nadie te desprecie», pues ya sabes lo que son esos isleños. Epiménedes, su compatriota y su profeta, los pintó cuando dijo: «Los cretenses, mentirosos empedernidos, malas bestias, vientres perezosos.»

No obstante, estas malas bestias habían ganado el corazón del celoso misionero. Mientras el maestro se dirigía otra vez a Roma para derramar su sangre, el discípulo desembarcaba de nuevo en Creta y consagraba el resto de su vida a aquellas gentes, donde; como antes en Corinto, había encontrado cariño y sumisión.


Timoteo y Tito, los más íntimos colaboradores de san Pablo
AUDIENCIA GENERAL de Benedicto XVI Miércoles 13 de diciembre de 2006

Queridos hermanos y hermanas:

Después de haber hablado ampliamente del gran apóstol Pablo, hoy nos referiremos a dos de sus colaboradores más íntimos: Timoteo y Tito. A ellos están dirigidas tres cartas tradicionalmente atribuidas a san Pablo, dos de las cuales están destinadas a Timoteo y una a Tito.

Timoteo es nombre griego y significa "que honra a Dios". San Lucas lo menciona seis veces en los Hechos de los Apóstoles; san Pablo en sus cartas lo nombra en 17 ocasiones (además, aparece una vez en la carta a los Hebreos). De ello se deduce que para san Pablo gozaba de gran consideración, aunque san Lucas no nos ha contado todo lo que se refiere a él. En efecto, el Apóstol le encargó misiones importantes y vio en él una especie de alter ego, como lo demuestra el gran elogio que hace de él en la carta a los Filipenses. "A nadie tengo de tan iguales sentimientos (isópsychon) que se preocupe sinceramente de vuestros intereses" (Flp 2, 20).

Timoteo nació en Listra (a unos 200 kilómetros al noroeste de Tarso) de madre judía y de padre pagano (cf. Hch 16, 1). El hecho de que su madre hubiera contraído un matrimonio mixto y no hubiera circuncidado a su hijo hace pensar que Timoteo se crió en una familia que no era estrictamente observante, aunque se dice que conocía las Escrituras desde su infancia (cf. 2 Tm 3, 15). Se nos ha transmitido el nombre de su madre, Eunice, y el de su abuela, Loida (cf. 2 Tm 1, 5).

Cuando san Pablo pasó por Listra al inicio del segundo viaje misionero, escogió a Timoteo como compañero, pues "los hermanos de Listra e Iconio daban de él un buen testimonio" (Hch 16, 2), pero "lo circuncidó a causa de los judíos que había por aquellos lugares" (Hch 16, 3). Junto a Pablo y Silas, Timoteo atravesó Asia menor hasta Tróada, desde donde pasó a Macedonia. Sabemos que en Filipos, donde Pablo y Silas fueron acusados de alborotar la ciudad y encarcelados por haberse opuesto a que algunos individuos sin escrúpulos explotaran a una joven como adivina (cf. Hch 16, 16-40), Timoteo quedó libre. Después, cuando Pablo se vio obligado a proseguir hasta Atenas, Timoteo se reunió con él en esa ciudad y desde allí fue enviado a la joven Iglesia de Tesalónica para tener noticias y para confirmarla en la fe (cf. 1 Ts 3, 1-2). Volvió a unirse después al Apóstol en Corinto, dándole buenas noticias sobre los tesalonicenses y colaborando con él en la evangelización de esa ciudad (cf. 2 Co 1, 19).

Volvemos a encontrar a Timoteo en Éfeso durante el tercer viaje misionero de Pablo. Probablemente desde allí, el Apóstol escribió a Filemón y a los Filipenses, y en ambas cartas aparece también Timoteo como remitente (cf. Flm 1; Flp 1, 1). Desde Éfeso Pablo lo envió a Macedonia junto con un cierto Erasto (cf. Hch 19, 22) y después también a Corinto con el encargo de llevar una carta, en la que recomendaba a los corintios que le dieran buena acogida (cf. 1 Co 4, 17; 16, 10-11).

También aparece como remitente, junto con san Pablo, de la segunda carta a los Corintios; y cuando desde Corinto san Pablo escribe la carta a los Romanos, transmite saludos de Timoteo y de otros (cf. Rm 16, 21). Desde Corinto, el discípulo volvió a viajar a Tróada, en la orilla asiática del mar Egeo, para esperar allí al Apóstol, que se dirigía hacia Jerusalén al concluir su tercer viaje misionero (cf. Hch 20, 4).

Desde ese momento, respecto de la biografía de Timoteo las fuentes antiguas sólo nos ofrecen una mención en la carta a los Hebreos, donde se lee: "Sabed que nuestro hermano Timoteo ha sido liberado. Si viene pronto, iré con él a veros" (Hb 13, 23).

Para concluir, podemos decir que Timoteo destaca como un pastor de gran importancia. Según la posterior Historia eclesiástica de Eusebio, Timoteo fue el primer obispo de Éfeso (cf. 3, 4). Algunas reliquias suyas se encuentran desde 1239 en Italia, en la catedral de Térmoli, en Molise, procedentes de Constantinopla.

Por lo que se refiere a Tito, cuyo nombre es de origen latino, sabemos que era griego de nacimiento, es decir, pagano (cf. Ga 2, 3). San Pablo lo llevó consigo a Jerusalén con motivo del así llamado Concilio apostólico, en el que se aceptó solemnemente la predicación del Evangelio a los paganos, sin los condicionamientos de la ley de Moisés.

En la carta que dirige a Tito, el Apóstol lo elogia definiéndolo "verdadero hijo según la fe común" (Tt 1, 4). Cuando Timoteo se fue de Corinto, san Pablo envió a Tito para hacer que esa comunidad rebelde volviera a la obediencia. Tito restableció la paz entre la Iglesia de Corinto y el Apóstol, el cual escribió a esas Iglesia: "El Dios que consuela a los humillados, nos consoló con la llegada de Tito, y no sólo con su llegada, sino también con el consuelo que le habíais proporcionado, comunicándonos vuestra añoranza, vuestro pesar, vuestro celo por mí (...). Y mucho más que por este consuelo, nos hemos alegrado por el gozo de Tito, cuyo espíritu fue tranquilizado por todos vosotros" (2 Co 7, 6-7. 13).

San Pablo volvió a enviar a Tito —a quien llama "compañero y colaborador" (2 Co 8, 23)— para organizar la conclusión de las colectas en favor de los cristianos de Jerusalén (cf. 2 Co 8, 6). Ulteriores noticias que nos refieren las cartas pastorales lo presentan como obispo de Creta (cf. Tt 1, 5), desde donde, por invitación de san Pablo, se unió al Apóstol en Nicópolis, en Epiro, (cf. Tt 3, 12). Más tarde fue también a Dalmacia (cf. 2 Tm 4, 10). No tenemos más información sobre los viajes sucesivos de Tito ni sobre su muerte.

Para concluir, si consideramos juntamente las figuras de Timoteo y de Tito, nos damos cuenta de algunos datos muy significativos. El más importante es que san Pablo se sirvió de colaboradores para el cumplimiento de sus misiones. Él es, ciertamente, el Apóstol por antonomasia, fundador y pastor de muchas Iglesias. Sin embargo, es evidente que no lo hacía todo él solo, sino que se apoyaba en personas de confianza que compartían sus esfuerzos y sus responsabilidades.

Conviene destacar, además, la disponibilidad de estos colaboradores. Las fuentes con que contamos sobre Timoteo y Tito subrayan su disponibilidad para asumir las diferentes tareas, que con frecuencia consistían en representar a san Pablo incluso en circunstancias difíciles. Es decir, nos enseñan a servir al Evangelio con generosidad, sabiendo que esto implica también un servicio a la misma Iglesia.

Acojamos, por último, la recomendación que el apóstol san Pablo hace a Tito en la carta que le dirige: "Es cierta esta afirmación, y quiero que en esto te mantengas firme, para que los que creen en Dios traten de sobresalir en la práctica de las buenas obras. Esto es bueno y provechoso para los hombres" (Tt 3, 8). Con nuestro compromiso concreto, debemos y podemos descubrir la verdad de estas palabras, y realizar en este tiempo de Adviento obras buenas para abrir las puertas del mundo a Cristo, nuestro Salvador.


Saludos A los fieles congregados en la basílica vaticana

Os agradezco vuestra presencia y me alegra dar a cada uno mi cordial bienvenida. Saludo ante todo a los fieles de las diócesis de Calabria, que han venido aquí acompañando a sus obispos con ocasión de la visita "ad limina Apostolorum". Queridos amigos, la Iglesia que vive en Calabria y que está aquí representada en sus componentes vivos —obispos, sacerdotes, personas consagradas y fieles laicos— debe seguir desempeñando un papel fundamental en la sociedad calabresa. Me refiero ante todo a su misión evangelizadora, más urgente que nunca en nuestro tiempo para afrontar los actuales desafíos culturales, sociales y religiosos.

Por tanto, no os canséis de sacar con valentía del Evangelio la luz y la fuerza para promover una auténtica renovación moral, social y económica de vuestra región. Sed testigos gozosos de Cristo e incansables constructores de su reino de justicia y de amor.

Por último, expreso mi sincera gratitud a Calabria por el regalo del árbol de Navidad, árbol grande y hermoso, que precisamente hoy ha sido colocado en la plaza de San Pedro. Lo he visto desde mi ventana.

Saludo también a los numerosos estudiantes aquí presentes. En este tiempo de Adviento, María nos acompaña hacia el encuentro con Jesús, en el misterio de su Nacimiento. A ella, a quien ayer veneramos con el título de Virgen de Guadalupe, patrona del continente americano, os encomiendo a todos vosotros, queridos muchachos. La invitación que dirigió en Caná a los servidores: "Haced lo que él os diga" (Jn 2, 5), os impulse a abrir el corazón a la palabra de Cristo y hacerla fructificar en vuestra vida. Os bendigo a todos con afecto.


En la sala Pablo VI

Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española. En especial a la parroquia Santa María Reina, de Barcelona, a la estudiantina de la Universidad autónoma de Querétaro (México) —muchas gracias por vuestro canto—, así como a los demás peregrinos de España y Latinoamérica. Siguiendo el ejemplo de aquellos primeros colaboradores de los Apóstoles, os animo a anunciar, con valentía y entrega en vuestra vida, a Cristo, el único Salvador de los hombres. Muchas gracias por vuestra visita.

(En italiano) Saludo, por último, a los enfermos y a los recién casados. A vosotros, queridos enfermos, que en vuestra experiencia de la enfermedad compartís con Cristo el peso de la cruz, os deseo que las próximas fiestas navideñas os proporcionen serenidad y consuelo. A vosotros, queridos recién casados, que acabáis de fundar vuestra familia, os invito a crecer cada vez más en el amor que Jesús nos ha dado en su Navidad.

© Copyright 2006 - Libreria Editrice Vaticana 
(fuente: www.divvol.org)

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