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sábado, 18 de mayo de 2013

18 de mayo: San Félix de Cantalicio

(1515-1587)

Cuando el 22 de Mayo de 1712 el Papa me declaraba «santo» de una forma oficial, el primero en extrañarme fui yo mismo. ¿Cómo era posible que mi vida, intrascendente y sin realce alguno, pudiera ser presentada como un modelo para todos los cristianos? Por mucho que pasara y repasara mi vida, como una especie de película, no podía creérmelo. ¿Yo, santo? Pero empecemos por el principio.

Me llamo Félix y nací en Cantalice [o Cantalicio], un pueblecito del centro de Italia, allá por el año 1515. Como mi familia era pobre, apenas comprendí que el pan era escaso me fui a trabajar, con apenas 10 años, a la finca de la familia Picchi. Me trataban como un hijo, y hasta que tuve la suficiente fuerza para trabajar en el campo, me dediqué a guardar el ganado.

En realidad yo siempre fui fortachón y un poco bruto. Cuando de pequeño jugaba «a las luchas» con mis compañeros, siempre salían perdiendo. Así se explica que pudiera aguantar día tras día, y de sol a sol, las pesadas faenas del campo.

Capuchino o nada

Yo siempre destaqué por mi cabezonería. Pensaba mucho las cosas; pero cuando decidía algo, no había quien me parara.

Todavía recuerdo con cariño aquella tibia mañana de Octubre. Tenía 28 años, y en vez de irme al campo, como todos los días, me fui, acompañado por la familia a la que servía, al convento de los Capuchinos. Allí estaban los frailes esperándome. Después nos fuimos a la iglesia y el P. Guardián me vistió el hábito; empezaba una nueva vida. Pero cosa curiosa; en vez de poder imitar a los «Padres del desierto», como era mi deseo, me llevaron a Roma como limosnero del convento.

Si la reciente Reforma de los Capuchinos contrastaba por su austeridad con la fastuosa Roma del Renacimiento, mi imagen de hombrachón rudo, analfabeto y vestido con un hábito lleno de remiendos debía ser como una bofetada para toda esa gente tan refinada. Sin embargo me querían; y yo a ellos.

Cada mañana, después de oír misa y hacer oración, cogía las alforjas y me dedicaba a patear Roma mendigando el pan para los frailes y ofreciendo a cambio algún consejo o alguna bendición. Roma era como un inmenso escenario en el que te podías encontrar con los más diversos personajes, desde inocentes niños que me pedían que les cantara alguna piadosa «coplilla», hasta misteriosos cardenales que me miraban con condescendencia. Sin embargo, detrás de toda esa gama tan diversa de personajes se ocultaba el hombre, o la mujer, con sus preocupaciones, valores y miserias, que me ofrecían inmensas posibilidades de servirles y servir en ellos al Jesús que tanto amaba.

La época en que yo viví necesitaba de las formas y la teatralidad para expresar los sentimientos, incluso religiosos. Y con lo bruto que yo era, los exageraba todavía más hasta pasarme algunas veces.

La persona de Jesús me fascinaba hasta el punto de sentir la necesidad de estar largas horas con él. Como durante el día me lo pasaba recorriendo las calles de Roma en busca de limosnas, tenía que aprovechar la noche para ir a la iglesia y sentirme a mis anchas con él, incluso llorando a lágrima viva si hacía falta.

En una de esas noches experimenté como si la Virgen me dejara su niño para que pudiera tenerlo en mis brazos. Pero de los brazos me pasó al corazón y sentí una inmensa ternura capaz de acoger a todo el mundo. Me sentía como un niño que sabe mirar y comprender porque tiene los ojos y el corazón limpios. Sin embargo no siempre era así; también tuve mis momentos de oscuridad en que uno no entiende nada y tiene que entregarse al Misterio de Dios. Pero, en general, mi vida no estuvo sembrada de muchas dudas. Amaba, y esto para mí era suficiente.

A los 72 años «el asnillo de los frailes», como yo me solía identificar, dijo que no andaba más y así lo hizo. Pasé a la enfermería del convento y los frailes no sabían qué hacerse conmigo; hasta me pusieron un colchón de lana, cosa que yo nunca había usado. Muchas veces -y en esto tengo que reconocer que no fui un buen enfermo- me levantaba de la cama para irme a la iglesia; no podía estar lejos del Jesús que tanto amaba. Pero al fin tuve que desistir para no causarles molestias.

Cuando noté que la hermana muerte venía a visitarme, pedí al P. Guardián que me trajera el viático; y al decirme en la recomendación del alma: «Parte, alma cristiana, de este mundo...», me sentí impulsado a caminar hacia los brazos del Padre. Era el 18 de Mayo de 1587.

Al enterarse la gente de que yo había muerto, acudieron en tropel para verme y tocarme por última vez, ya que me creían un santo. Los frailes estaban admirados de que un simple limosnero, ya muerto, pudiera atraer a tanta gente. La expresión más sincera fue la de mi «maestro» fray Bonifacio: «¡Quién lo hubiera creído, si parecía un hombre salvaje!» Pero así es la vida; Dios y el papa se encargaron de hacer de este pobre Félix un Santo.

[El Propagador de las Tres Avemarías (Revista Mariana de los Capuchinos, Valencia), n. 816, enero-febrero de 1999, pp. 7-8]
(fuente: www.franciscanos.org)

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